Eric Nepomuceno
El capitán Jair Bolsonaro  
 cumple este domingo 55 días como presidente. Desde la noche en que se 
anunció formalmente su elección, el 28 de octubre, pasaron 17 domingos. 
Pero sobran indicios de que no se ha dado cuenta de nada, y por eso 
permanece como en campaña: destilando odio, distribuyendo acusaciones a 
diestra y a siniestra, comunicándose por medio de Twitter, ignorando 
conceptos básicos de la liturgia propia del cargo que ocupa o debería 
ocupar.
Lo que se siente es la necesidad urgente de que alguien con voz 
suficientemente fuerte lo despierte de sus delirios alucinados. De los 
días desde su estreno, lo que resultó es un gobierno que está a punto de
 empezar una segunda etapa sin haber vivido la primera. Suena a absurdo,
 pero así andan las cosas en este país cada vez más a la deriva.
A lo largo de los 55 días desde su llegada al sillón presidencial, a 
lo que Brasil asistió, perplejo, ha sido un desfile de ridiculeces de 
parte de ministros bizarros, la revelación de casos de malversación de 
fondos públicos por el partido de Bolsonaro, además de la avalancha de 
denuncias involucrando a uno de los hijos presidenciales a grupos de 
exterminio y a una milagrosa multiplicación patrimonial.
También hubo la defenestración de un ministro, de la Secretaría 
General de la Presidencia, y ahora el cerco se cierra sobre otro, el de 
Turismo, que enfrenta una sonora sinfonía de pruebas señalando cómo 
manipuló presupuesto público en las elecciones del pasado octubre. Con 
la sucesión de denuncias similares, el discurso moralizante de Bolsonaro
 se hizo trizas.
Se consolidó la imagen de que el clan Bolsonaro inventó una nueva 
forma de gobernar. Si antes hubo democracia y hasta cleptocracia (basta 
con recordar a los cleptómanos de Michel Temer), enfrentamos ahora el 
riesgo de vivir bajo una inédita 
familiocracia, el régimen del papá presidente y sus tres hijos trogloditas.
Desde el estreno, lo que hubo de concreto ha sido el envío al 
Congreso de una enmienda constitucional para modificar el sistema de 
jubilaciones, a cargo del 
superministrode Economía, Paulo Guedes, conocido especulador del mercado financiero y ex integrante del equipo económico de Pinochet. Es el pilar central del gobierno. Si fracasa, será su muerte prematura.
La otra medida fue el proyecto de ley destinado al combate a la 
criminalidad y al incremento de la seguridad pública, de autoría del 
super ministrode Justicia y Seguridad Pública, Sergio Moro, que en sus tiempos de verdugo bajo el manto de juez condenó sin prueba alguna, basado en
convicciones, al ex presidente Lula da Silva por corrupción.
La victoria de Bolsonaro se debe a la imposibilidad de Lula de 
disputar las elecciones. Moro fue esencial para elegir a su ahora jefe.
Su proyecto asegura impunidad a policias que en determinadas circunstancias –están bajo 
fuerte emocióno
justificable sensación de miedo, por ejemplo– ejecuten ciudadanos a sangre fría. Cuando se recuerda que la policía brasileña es de las que más mata en el mundo, lo que pretende Moro abrirá puertas para que tales desmanes alcancen el Olimpo de la impunidad.
Todo eso sirvió para crear en Brasil un clima que es una mescolanza 
de inquietud, preocupación, expectativas desinfladas (de parte de la 
sacrosanta entidad llamada 
mercado), indignación y miedo.
Al fin y al cabo, lo que existe es un evidente desequilibrado sentado
 en el sillón presidencial. ¿Quién logrará hacerlo despertar a la 
realidad?
La tensa situación creada por el cerco a la Venezuela de Nicolás 
Maduro, encabezado por Donald Trump y acatada con entusiasmo por 
Bolsonaro, podrá postergar la respuesta por algunos días. Algunos.
Vale recordar que antes de mantener la esdrújula idea de insistir en el envío de 
ayuda humanitaria– arroz estadunidense, leche en polvo y medicinas brasileñas– pese a la obvia imposibilidad de cruzar una frontera cerrada por el mandatario venezolano, Bolsonaro consultó a los generales que lo rodean. Los tres más poderosos –Augusto Heleno, verdadero líder del bloque uniformado, entre ellos– se mostraron contrarios a la idea. Pero el capitán no se inmutó.
Tan pronto termine el conflicto en Venezuela, e independiente del 
resultado, les tocará a ellos, los generales, articularse para tutelar 
al capitán inepto y principalmente presionar al trío de perros rabiosos 
–los hijos presidenciales– para que se callen para siempre.
Ya son 50 militares –casi todos generales del Ejército– distribuidos 
entre el primer y el segundo escalón del gobierno. Algunos académicos 
llaman la atención para un punto: no se trata de un 
gobierno militar, pero sí de militares invitados a participar de un gobierno.
No importa: sería, en última instancia, consecuencia de la absoluta 
falta de cuadros políticos o técnicos mínimamente calificados alrededor 
de un presidente igualmente sin calificación alguna.
La gran cuestión, en todo caso, persiste: ¿quién logrará despertar Bolsonaro para que empiece a gobernar o se vaya de una vez?
 

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