De cómo Uribe y Duque hicieron trizas la paz
Todos suponíamos que, 
aun con dificultades, la paz se había constituido en el leitmotiv o la 
razón que guiaba nuestro caminar en una nueva época política en la que 
predominaba la reconciliación, el pluralismo y la convivencia 
generalizada.
 A partir de los diálogos del gobierno anterior con las
 Farc, de los acuerdos consolidados con dicha organización, no obstante 
el tropiezo del plebiscito del 2016, y de la implementación de los 
consensos alcanzados mediante varios instrumentos institucionales que 
incluyeron actos legislativos, leyes y decretos extraordinarios del Fast
 Track, la hipótesis de la paz cada vez era más preponderante tanto en 
la narrativa de los actores sociales y políticos como en las acciones de
 estos y de las instituciones principales del campo político (Gobierno, 
partidos políticos y organizaciones de la sociedad civil)
 A partir de los diálogos del gobierno anterior con las
 Farc, de los acuerdos consolidados con dicha organización, no obstante 
el tropiezo del plebiscito del 2016, y de la implementación de los 
consensos alcanzados mediante varios instrumentos institucionales que 
incluyeron actos legislativos, leyes y decretos extraordinarios del Fast
 Track, la hipótesis de la paz cada vez era más preponderante tanto en 
la narrativa de los actores sociales y políticos como en las acciones de
 estos y de las instituciones principales del campo político (Gobierno, 
partidos políticos y organizaciones de la sociedad civil) 
 Desde 
luego, la mirada cautelosa alimentada por la experiencia internacional y
 por el análisis de otros elementos de nuestra compleja realidad, hacían
 pensar en cierta heterogeneidad en la transición desde la guerra a la 
paz. Los primeros pasos del postconflicto insinuaban con claridad una 
coexistencia entre los elementos de la pacificación y la herencia bélica
 de décadas de enfrentamientos violentos. La paz que se proyectaba era 
imperfecta con una muy fuerte hegemonía de la armonía, con evidentes 
hechos favorables como las elecciones presidenciales en paz, la consulta
 anti corrupción y la presencia de una izquierda con apoyos gigantescos 
en la base popular, sin antecedentes en la historia política nacional. 
 Sin embargo, la degradación de la construcción de la paz por las 
distorsiones alimentadas en el gobierno de Santos a la justicia especial
 de paz, a la reforma agraria y a la sustitución de los cultivos 
ilícitos, y por la arremetida del bloque político que apalanco el 
triunfo de Iván Duque, generaron sombras y perplejidades sobre el nuevo 
escenario. 
 Pero lo que más ha contribuido a este desvanecimiento
 es el nuevo auge (2018-2019) de la violencia expresada en el demencial 
genocidio de cientos de líderes sociales (más de 600), en las masacres y
 en el atentado como el que se presentó el día 17 de enero en la Escuela
 Santander de la Policía en Bogotá, con un trágico resultado para dicha 
institución. 
 Hoy, no sabemos con claridad si estamos en la paz o
 regresamos a los tiempos de la guerra como consecuencia del exterminio 
permanentes de los liderazgos comunitarios y de los actos de guerra que 
parece son consecuencia del bloqueo canalla desde la esfera 
gubernamental a la Mesa de dialogo con el ELN, que definitivamente murió
 por el sabotaje de quienes insisten en la vieja idea de la “guerra 
total” (prevalente en la Segunda Guerra Mundial y en las guerras 
contrainsurgentes posteriores) para exterminar el adversario ignorando 
la reciente doctrina militar de las Fuerzas Armadas que se inclinó por 
el tratamiento político del conflicto bélico para liquidar la vieja idea
 de la lucha armada para derrocar las elites dominantes en el Estado, de
 la manera como se dio en las negociaciones con las Farc con la 
presencia del General Javier Flórez. ¿Renuncio a esta hipótesis la nueva
 cúpula militar entronizada por Duque, Botero (Mindefensa) y Ceballos 
(¿Comisionado de paz?), es la pregunta que nos planteamos. 
 
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