Es evidente que el 
nuevo presidente de Brasil surgió del golpe institucional contra Dilma. 
Hubo una gran manipulación electoral para impedir la victoria del PT, 
que terminó arrollando a los viejos partidos de la derecha. Acallaron a 
Lula, pero demolieron también a las formaciones conservadoras 
tradicionales. La llegada del inesperado capitán a la primera 
magistratura genera múltiples incógnitas.
 ¿CÓMO GOBERNARÁ? 
 El ejército, la justicia y los medios de comunicación aportaron los 
tres cimientos del golpe, que ahora se utilizan para sostener al 
insólito personaje que presidirá el país. 
 Las fuerzas armadas 
han capturado posiciones claves en la estructura estatal desde la 
militarización de las favelas. Temer colocó bajo su mando a una nueva 
agencia de seguridad que reúne a todas las reparticiones del sector. 
 El protagonismo militar se extiende a los 70 candidatos de ese origen 
que ingresaron a las legislaturas y a los gobernadores del mismo palo. 
La tutela del ejército se vislumbra en la vicepresidencia y en el 
quinteto de generales que ocupará los cargos más estratégicos. 
 
La gravitación del segundo pilar -el poder judicial- se ha 
transparentado con el superministerio asignado a Moro. El responsable de
 la proscripción de Lula fue premiado con un puesto de altísima 
jerarquía. Esa designación desnuda la farsa que montó sin pruebas, con 
burdos testimonios de delatores y con cargos perdonados a los políticos 
de otro signo. 
 Finalmente también los medios de comunicación 
acrecentaron su influencia por su labor de blanqueo de Bolsonaro. El 
diputado que integró durante 20 años la bancada más corrupta del 
Parlamento (PP) fue presentado como un individuo inmaculado. También se 
silenciaron las coimas cobradas por su jefe de campaña. Los medios 
tradicionales (O Globo) y la cadena evangelista (Récord) compitieron con las redes, en la creación de los miedos y difusión de las mentiras que apuntalaron el triunfo derechista. 
 La regresión de Brasil será incalculable si su presidente cumple con 
alguno de sus anuncios. Postuló la guerra contra los rojos, la 
instalación de la homofobia, el desprecio a los indígenas, la 
denigración de los negros, el maltrato de las mujeres y la penalización 
de la diversidad sexual. ¿Implementará esa retrógrada agenda o 
simplemente devendrá en una figura más de la derecha convencional? 
 ¿QUIÉN SALDRÁ BENEFICIADO? 
 Bolsonaro no fue la carta inicial de la clase dominante, pero el poder 
empresarial lo ha rodeado para asegurar la continuidad de los atropellos
 en curso. Se intenta completar el avasallamiento de la legislación 
laboral, con la introducción del modelo chileno de privatización de las 
pensiones. El ultra-liberal ministro Guesdes prioriza estos ataques, 
pero podría suscitar también severos conflictos por arriba. 
 La 
primacía otorgada a los financistas asegura ventajas que afectan la 
actividad productiva. Esa obstrucción persiste en la tenue reactivación 
que ha sucedido a la histórica caída del PBI de los últimos años. 
 El bloque ruralista se perfila como otro nítido ganador. Su bloque 
parlamentario exigirá el uso irrestricto de armas para consolidar la 
apropiación de tierras. Pretende mayores inversiones del estado en la 
infraestructura exportadora y demanda la apertura de nuevos mercados. 
Esa exigencia socava los acuerdos internacionales concertados por el 
polo fabril paulista. 
 También este sector se ha subido a la 
oleada Bolsonaro para debilitar a los sindicatos y achatar los salarios.
 Pero no resignará los convenios regionales que forjó en las últimas 
décadas. La disputa en curso amenaza especialmente el futuro del 
Mercosur. La sugerencia inicial de disolver el acuerdo fue relativizada 
por el nuevo oficialismo ante la presión de los industriales. Ese 
empresariado necesita mantener a la Argentina como cliente preferencial.
 
 Las privatizaciones constituirán otra esfera de disputa. El 
remate de compañías para reducir la deuda pública genera resistencias, 
que ya obligaron a desmentir el desguace de Petrobras. Pero como 
Bolsonaro adoptó hace muy poco tiempo el credo neoliberal (2017), deberá
 convalidar su conversión con prácticas contundentes. 
 El 
capitán carece de una significativa bancada propia y tendrá que negociar
 cada medida con el entramado de lobbies de Brasilia. El abultado 
presupuesto que recientemente aprobaron jueces y senadores -contrariando
 los mensajes oficiales de austeridad- anticipa los conflictos en 
puerta. Bolsonaro necesita conseguir primero la subordinación de la 
corporación militar, para gestar luego un poder bonapartista sobre el 
Congreso. Si falla, quedará a merced del juego parlamentario que tanto 
denigró en la campaña electoral. 
 ¿QUÉ LÍMITES IMPONDRÁ LA RESISTENCIA? 
 El gran contraste entre el discurso y la realidad podría verificarse 
rápidamente en la compleja esfera de la seguridad. Bolsonaro prometió 
erradicar la criminalidad en una sociedad aterrada por la delincuencia. 
El país alberga la tercera población carcelaria del planeta y padeció 
63.880 asesinatos el año pasado. La simplificada ilusión de resolver esa
 pesadilla con mayor violencia incentivó las apologías del asesinato, 
que engrosaron la “bancada de la bala” en el Parlamento. 
 Esa 
demagogia punitiva perderá eficacia en el ejercicio del gobierno. La 
criminalización de los excluidos sólo potencia la gravedad de un 
problema derivado de la desigualdad y la regresión social. No es la 
primera vez que se militarizan las favelas sin ningún resultado y con el
 exclusivo propósito de hostigar a la empobrecida población negra. 
 Lo ocurrido en México ofrece un dramático retrato de las consecuencias 
de involucrar al ejército en una guerra contra el delito. Las mafias se 
asociaron con los uniformados para pulverizar la autoridad del estado y 
provocaron una sangría dantesca (200.000 muertos, 30.000 desaparecidos).
 
 Bolsonaro opone a pobres contra pobres para culpabilizar a los
 más vulnerables. Magnifica el resentimiento hacia abajo de los 
segmentos medios, disgustados con las tenues mejoras obtenidas por los 
sumergidos. Pero el capitán no podrá satisfacer las expectativas de sus 
seguidores. Al contrario, su programa de ajuste acentuará todas las 
adversidades que afronta la clase media. 
 No es ningún secreto 
que intentará demoler los derechos democráticos. Temer inició esas 
agresiones encubriendo el asesinato de Mireille, los tiroteos a las 
caravanas de Lula y las amenazas a 141 periodistas. Pero la victoria de 
Bolsonaro incentivó acciones más brutales. Un exponente bahiano de la 
lucha antirracista fue ultimado, se registraron incendios en los 
campamentos del MST y hubo varios ataques a locales del PT. Las 
convocatorias a prohibir libros críticos de la dictadura y a instaurar 
el creacionismo en las escuelas alentaron el ingreso de matones armados 
en la universidad. 
 La resistencia a esas agresiones será la 
batalla primordial de los próximos meses. El gran sustento para encarar 
esa lucha son las movilizaciones desarrolladas contra Bolsonaro. No 
alcanzaron para impedir su triunfo, pero congregaron multitudes con un 
gran protagonismo de las mujeres (“Ele nao”). Esas respuestas definirán 
los principales límites del proyecto reaccionario. 
 ¿QUÉ HARÁ FRENTE A CHINA Y VENEZUELA? 
 Bolsonaro se dispone a ensayar un alineamiento internacional explícito 
con Trump. Viajará a Estados Unidos e Israel y sugirió el traslado de la
 embajada de su país a Jerusalén. Promueve un sometimiento al 
Departamento de Estado muy superior al simple vaciamiento de los BRICS. 
Recompondrá los grandes contratos que el Pentágono perdió con sus 
competidores de Francia y Suecia y tantea la concesión de una base 
militar a los marines. 
 Pero la jugada más riesgosa es su
 viaje a Taiwán para enfriar las relaciones con China. Ya Temer aceptó 
las presiones de Washington y suspendió varios proyectos bioceánicos 
financiados por Beijing. Pero también permitió a los exportadores 
capturar las cuotas de soja perdidas por Estados Unidos en las disputas 
con su rival oriental. 
 El Departamento de Estado está shockeado
 por el impresionante avance de su contendiente en América Latina. China
 multiplicó por 22 su comercio con la región en los últimos 15 años y 
aporta mayores préstamos de inversión que el BID y el Banco Mundial. 
 La confrontación arancelaria que promueve Trump no ha morigerado esa 
expansión. Las importaciones provenientes de Estados Unidos siguen 
rezagadas frente a sus equivalentes asiáticas. China le advirtió a 
Bolsonaro las consecuencias de cualquier bravuconada. Si termina 
restringiendo las compras de productos primarios, la fascinación de los 
agro-exportadores con su presidente-gendarme quedará muy dañada. 
 La agresiva postura hacia Venezuela entraña riesgos de mayor alcance. 
 El entorno de Bolsonaro ha sugerido subir el tono de las amenazas en 
sintonía con los halcones de la OEA. Con el pretexto de un caos 
humanitario impulsan operativos de amedrentamiento militar. El gobierno 
colombiano juega la misma carta para enterrar los acuerdos de paz. 
 Pero los últimos dos intentos de golpe contra Maduro (conspiración de 
mayo y ataque con drones) fracasaron y la oposición derechista mantiene 
su probada impotencia. Por esa razón se han reiniciado negociaciones 
para explorar nuevas formas de convivencia. 
 Una aventura 
militar contra Venezuela sería ajena a las tradiciones estratégicas de 
Itamaraty. Antes de imponer ese rumbo Bolsonaro debería alterar 
drásticamente la lógica geopolítica prevaleciente. Ese curso anularía la
 singularidad de una región que ha permanecido ajena a la sangría de 
Medio Oriente y África. En un escenario bélico, la caravana de migrantes
 centroamericanos que se aproxima a la frontera estadounidense se 
transformaría en un aluvión de refugiados. 
 Para cualquier 
proyecto regional Bolsonaro necesita consolidar un eje común con sus 
colegas derechistas. La disolución de UNASUR, las victorias electorales 
de Duque (Colombia) y Piñera (Chile) o la permanencia de Macri 
(Argentina) aportan los cimientos de esa convergencia. Pero la 
restauración conservadora no ha estabilizado su primacía. 
 Por 
esa razón son muy prematuras las analogías con el período regional 
reaccionario que inauguró el golpe del 64. Una etapa de ese tipo 
requeriría la extinción previa de todas las secuelas del ciclo 
progresista, que perduran en las relaciones sociales de fuerza de muchos
 países. Los dos pilares radicales de la dinámica progresista (Venezuela
 y Bolivia) y su retaguardia estratégica (Cuba) no han sido removidos. 
 Además, el despunte de nuevas fuerzas de centroizquierda contrapesa el 
avance de la derecha. El triunfo de Bolsonaro ensombreció pero no anuló 
la victoria de López Obrador (México), que desbarató el fraude y 
resucitó la presencia popular. Tendencias del mismo signo se observaron 
en los resultados logrados por la oposición en Colombia y Chile. El 
escenario latinoamericano continúa abierto. 
 ¿IMITARÁ A SUS PARES DEL MUNDO? 
 Bolsonaro forma parte de un ascenso mundial de la ultra-derecha, que ha
 capturado gobiernos (Hungría, Polonia, República Checa) y creciente 
influencia en varios países (Italia, Finlandia, Suecia, Francia, 
Alemania, Holanda, Israel). Su irrupción inaugura la llegada de esa 
oleada a Latinoamérica. La restauración conservadora anticipó esa marea,
 pero sin la radicalidad reaccionaria del capitán. 
 Al igual que
 sus pares de Europa y Estados Unidos, la derecha brasileña canaliza el 
descontento generado por una degradación económico-social, que el 
sistema político no atempera. La frustración con los gobiernos (o 
imaginarios) progresistas alimenta esa reacción. 
 Todas las 
vertientes regresivas recurren a los mismos artificios, para auxiliar a 
los grandes capitalistas con diatribas contra las franjas más 
desprotegidas. Los inmigrantes son las principales víctimas de esa 
denigración en Europa. Las mismas potencias que provocan el drama de los
 refugiados militarizan el Mediterráneo, para impedir el ingreso de los 
despojados al Viejo Continente. 
 En Estados Unidos, el 
suprematismo blanco agrede con la misma contundencia a los latinos y 
afro-descendientes. Difunde la ficción de “engrandecer nuevamente a 
América” mediante la simple restauración de los valores conservadores. 
Para transmitir fantasías parecidas de recreación del bienestar y la 
seguridad perdida, Bolsonaro utiliza el chivo expiatorio de la 
delincuencia. 
 Todas las variantes de la ultra-derecha global 
comparten el mismo combo de neoliberalismo con xenofobia. Por eso 
rechazan la inmigración, pero aceptan la continuada circulación mundial 
de los capitales y las mercancías. Son chauvinistas fascinados por el 
mercado que reniegan del proteccionismo de sus antecesores. 
 Con
 su mixtura de militares y economistas ultra-liberales, Bolsonaro 
encarna una modalidad extrema de esa combinación. Concentra todas las 
características de la derecha descarriada, que sustituye a los 
exponentes civilizados del mismo palo. La etapa de edulcorada 
modernización de las fuerzas reaccionarias tiende a diluirse, para 
facilitar la instalación de configuraciones más brutales. Las 
mediaciones tradicionales se disuelven en una nueva era de cinismo, 
pos-verdad y naturalización de la mentira. 
 ¿ES FASCISTA? 
 Las declaraciones y actitudes de Bolsonaro desbordan el autoritarismo, 
el populismo o el bonapartismo. Pero incluyen rasgos fascistas sólo 
potenciales, que no tienen viabilidad inmediata. Un largo trecho separa 
el peligro de su concreción. La fascistización es un proceso que 
transita por varios estadios. Aunque el capitán propugne esa 
degradación, la sociedad no comulga actualmente con semejante 
involución. 
 El fascismo requiere condiciones ausentes en 
Brasil. Supone el endiosamiento de una jefatura por fanáticos seguidores
 y la sustitución del sistema institucional por un poder totalitario. 
Exige censura de prensa, prohibición de partidos y aplastamiento 
completo de la oposición. Boslonaro se mueve por ahora en otra órbita. 
Es un recién llegado a la "gran política" que actúa en el tejido 
institucional. Cuenta con una base social reaccionaria poco dispuesta a 
confrontar físicamente con los trabajadores organizados. 
 El 
nuevo presidente promueve una represión mayor, pero bajo el comando de 
fuerzas regulares y no paramilitares. El fascismo implica un grado de 
violencia muy superior a los parámetros actuales y necesita 
organizaciones más verticalistas que las imperantes en el universo 
evangélico. 
 Ese sector militará contra el aborto y el 
matrimonio igualitario defendiendo el rol sumiso, servil y procreador de
 las mujeres. Pero esos regresivos anhelos se ubican muy lejos del 
enloquecido embate que alienta el cristiano-fascismo. Antes de arrasar 
la impresionante diversidad cultural de Brasil, Bolsonaro deberá 
doblegar una resistencia democrática inmensa. 
 El fascismo es un concepto genérico que incluye muchas variedades.
 La reproducción del modelo clásico de Hitler y Mussolini ni siquiera 
está discusión. Correspondía al contexto internacional de entre-guerra, 
con potencias involucradas en batallas por la primacía global y la 
erradicación del comunismo. Brasil se encuentra totalmente alejado de 
ese escenario. 
 Otros modelos más acotados de fascismo (Franco 
en España, Salazar en Portugal) tampoco se amoldan al contexto de 
Bolsonaro. El antecedente del pinochetismo es más pertinente. En Chile 
hubo totalitarismo, virulencia anticomunista y base social anti-obrera. 
Pero esas características sólo completaron el perfil de un régimen 
dictatorial clásico. El uribismo contiene esos mismos elementos en la 
actualidad, con el agravante de paramilitares en acción y un sostén 
social de larga data de la oligarquía. Sin embargo tampoco en Colombia 
rige un sistema político fascista. 
 La ultra-derecha 
latinoamericana está condicionada por el status periférico de la región.
 Cultiva un fascismo dependiente que comparte la fragilidad de todas las
 formaciones políticas de la zona. Por ese limitante Bolsonaro nunca 
podría imitar a Trump en sus divergencias con China. Brasil continuaría 
sometido a las exigencias de ambos colosos. 
 El frecuente uso de
 aditamentos para caracterizar al fascismo contemporáneo (proto, neo) 
confirma las diferencias con el modelo clásico. Esas singularidades no 
se restringen al caso brasileño. Todas las vertientes ultra-derechistas 
que actualmente agreden a los grupos más humildes propugnan modalidades 
del neofascismo social. Y su defensa de la primacía del mercado las 
aproxima a un novedoso fascismo neoliberal. 
 Estas combinaciones
 determinan los límites de esas configuraciones. En el laboratorio 
europeo los derechistas tienden a dividirse entre alas extremas -que 
pierden gravitación- y sectores preeminentes, que se amoldan al 
conservadurismo tradicional. Le Pen tomó distancia primero de su padre y
 ahora cuestiona los delirios retóricos de Bolsonaro. 
 La 
generalizada adhesión al neoliberalismo obstruye la reproducción del 
viejo fascismo. Sus sucesores se coaligan en el Parlamento Europeo 
contradiciendo los pilares nacionalistas de esa tradición. Ninguno 
propugna la disolución efectiva del euro o la unión comunitaria. 
 El límite más contundente a un devenir fascista se verifica en Estados 
Unidos. Trump nunca convalidó a las vertientes más extremas de su 
coalición y afronta ahora un escenario más adverso. Con la economía 
reactivada y sin guerras que convulsionen a la opinión pública ha 
perdido la Cámara de Representantes y su reelección es dudosa. 
 
Pero lo más llamativo fue el éxito de candidatos con idearios 
socialistas y mujeres afro-estadounidenses, indígenas, musulmanas, 
latinas o de origen palestino y somalí. En lugar del típico voto castigo
 canalizado por el establishment demócrata irrumpió una generación de 
líderes progresistas con gran compromiso militante. ¿Este antecedente 
anticipa el perfil de rechazo a los derechistas en todo el mundo? ¿Es un
 espejo para Bolsonaro? 
 ¿HABRÁ IMPACTO SOBRE ARGENTINA? 
 Los medios hegemónicos del Cono Sur identifican la elección brasileña 
con el “repudio al populismo”. Auguran un efecto dominó que permitirá 
“acelerar las reformas”, para competir con el giro pro-mercado del 
principal socio del país. Esta sesgada interpretación pretende potenciar
 un sentido común favorable al ajuste. 
 El gobierno complementa 
esa utilización con una mayor apuesta represiva. Asocia la oleada 
Bolsonaro con la convalidación del apaleo a los manifestantes. Considera
 que hay pierda libre para inventar terroristas, crear provocaciones y 
diseminar infiltrados. 
 También el poder judicial acelera el 
montaje de causas fraudulentas, para repetir con Cristina el operativo 
de encarcelamiento de Lula. Bonadío sabe que recibirá el mismo premio 
que Moro por esa canallada y busca en los Cuadernos alguna excusa para poner entre rejas a los familiares o allegados de CFK. 
 Pero Macri ocupa el incomodo lugar que tendría un pariente de 
Oderbrecht en la presidencia de Brasil. Cualquier investigación de 
corrupción lo salpica de inmediato por alguna de sus estafas al estado. 
Todas las exigencias para que “devuelvan lo robado” circunvalan su 
fortuna. 
 El ascenso de Bolsonaro ha sido más utilizado por el 
justicialismo amigable que por el oficialismo. Pichetto se ha situado en
 la cresta de la ola de xenofobia y anticomunismo, junto a los 
gobernadores que coquetean con la mano dura. Sus complicidades con el 
ajuste son explícitas. Aprobaron el presupuesto diseñado por el FMI, 
para emitir un mensaje de continuidad del ajuste si les toca reemplazar a
 Macri en el 2019. 
 Una reivindicación más explícita de 
Bolsonaro despliegan los políticos solitarios (Olmedo) con sus 
comunicadores (Feinman) y acompañantes ultra-liberales (Espert). Por 
ahora son tan marginales como el ex capitán en su debut, pero aspiran a 
repetir su trayectoria si el sistema político eclosiona. 
 Nadie 
sabe cuánto tiempo Bolsonaro servirá como bandera de la derecha en el 
país. El congelamiento del Mercosur y el privilegio de la sociedad con 
Chile afectarán su rating como figura a imitar. La incomodidad será 
mayor, si Trump lo elige como principal cómplice en desmedro del vasallo
 argentino. 
 Las numerosas diferencias que distinguen a la 
Argentina de su vecino acotan también las posibilidades de un Bolsonaro 
criollo. La dictadura brasileña coincidió con un prolongado período de 
crecimiento desarrollista y sus responsables nunca fueron juzgados. En 
cambio Videla y Galtieri acentuaron una regresión económica que 
desembocó en la aventura de Malvinas. Todos los tanteos para revalorizar
 a esos genocidas desatan repudios masivos. 
 Tampoco la base 
social que sostuvo a Bolsonaro tiene correlato en las alicaídas marchas 
de los sectores acomodados de Argentina. Mientras que allí colapsó el 
sistema político aquí prevalece el marco institucional. Por eso Macri 
recurre a la demagogia tradicional sin ensayar la brutal frontalidad de 
su colega. 
 El sentimiento anti-político que actualmente nutre 
el avance de la ultraderecha brasileña presenta un contenido muy 
distinto, al sentido que tuvo durante la rebelión argentina del 2001. 
Además, en los últimos años predominó en Brasil la desmovilización 
popular y la desmoralización del progresismo. Por el contrario Macri no 
ha podido doblegar la resistencia a sus medidas. 
 Estas 
disonancias recrean las diferencias históricas entre un país signado por
 la convulsión y otro caracterizado por la continuidad del orden. Brasil
 no vivió procesos revolucionarios, la esclavitud fue abolida con 
inédita tardanza y la independencia fue proclamada por un príncipe 
portugués. Ningún Bolsonaro se perfila en el corto plazo de Argentina, 
pero el trauma económico que se avecina abre posibilidades de todo tipo.
 
 ¿CUÁLES SON LAS LECCIONES PARA LA IZQUIERDA? 
 
Bolsonaro recurrió a una campaña virulenta contra el PT basada en 
infamias orquestadas por los medios de comunicación. Pero esas injurias 
fueron absorbidas por un amplio sector popular enemistado con la gestión
 de la última década. Esos trabajadores escucharon, toleraron y 
finalmente aceptaron la propaganda de la derecha por su defraudación con
 el PT. Esa decepción explica el fulminante ascenso del troglodita. 
 El desencanto comenzó con el gobierno de Lula y se generalizó con el 
posterior giro neoliberal. Dilma mantuvo la sociedad con Temer, estrechó
 lazos con los evangelistas, convalidó la desigualdad y reafirmó los 
privilegios de la elite capitalista. Afianzó, además, los turbios 
acuerdos con toda la casta de políticos a sueldo. La administración 
petista preservó la estructura de poder y la concentración mediática 
tradicional. Tuvieron muchas oportunidades para romper ese 
condicionamiento y siempre optaron por mantener el status quo. 
 
Por ese conservadurismo el PT perdió primero el apoyo de la clase media y
 luego el sostén de los trabajadores. El resurgimiento reciente de Lula 
no alcanzó para recomponer ese distanciamiento previo. Los dueños del 
país aprovecharon la orfandad para recuperar el control directo del 
poder. 
 La partida comenzó a definirse durante las protestas del
 2013. En lugar de asumir las demandas sociales de los jóvenes el PT se 
ubicó en la vereda opuesta. Su terror a la acción popular afianzó la 
ceguera institucionalista cultivada durante décadas. Esa actitud condujo
 a la renuncia sin lucha de Dilma y a la debilidad posterior de Lula 
frente a su encarcelamiento. 
 El PT dejó vacante la calle que 
ocupó la derecha. Fue derrotado en ese ámbito mucho antes que en las 
urnas. El desenlace de las manifestaciones del 2014-2016 definió el 
resultado ulterior de los votos. 
 Como ha ocurrido siempre en 
América Latina la relación de fuerza se dilucida en el llano y se 
proyecta al terreno electoral. Venezuela aporta un contraejemplo a lo 
ocurrido en Brasil. En medio de una indescriptible crisis económica, con
 sabotajes, conspiraciones y atentados de todo tipo, Maduro derrotó a la
 derecha en los comicios, porque doblegó previamente las guarimbas en la calle. 
 Muchas evaluaciones del triunfo de Bolsonaro omiten este balance o 
presentan al PT como simple víctima de los artilugios derechistas. 
Soslayan su responsabilidad política en el resultado final. Es cierto 
que las batallas de la izquierda son muy complejas en una sociedad 
signada por siglos de exclusión. Pero esa dificultad se acentúa con la 
convalidación de los privilegios de los poderosos. 
 En lugar de 
encarar el empoderamiento popular y la formación político-ideológica de 
los trabajadores, el PT apostó a un sostén pasivo derivado de la mejora 
del consumo. Quedó a merced del vaivén de la economía y dejó a las masas
 a disposición de la derecha. Bolsonaro aprovechó ese hueco y logró que 
los propios beneficiaros de las mejoras del petismo fueron ingratos con 
sus padrinos. 
 Lo ocurrido en Brasil ilustra cómo la 
ultra-derecha puede capitalizar los fracasos de la propia derecha. En un
 escenario de ocaso de los viejos conservadores, el naufragio de Temer 
abrió las compuertas a un infierno mayor. Hay que aprender de esa 
experiencia. Si la izquierda muestra firmeza y valentía en la lucha, los
 Bolsonaro de América Latina serán derrotados. 
El autor es Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es:  www.lahaine.org/katz   
No hay comentarios:
Publicar un comentario