
No
 es la primera vez que sucede y por supuesto no será la última. La 
magnitud de la Caravana de migrantes centroamericanos, que llegó este 
fin de semana a la frontera política y administrativa del Estado 
mexicano, con el propósito de alcanzar territorio estadounidense o de 
permanecer en México (da lo mismo), desató una profusa expresión pública
 de mensajes en contra del internamiento de los migrantes en eso que, de
 manera tan pomposa, se suele denominar como suelo patrio; siempre
 que se busca enmascarar lo que en realidad y en verdad es un profundo 
sentimiento de xenofobia entre mexicanos y mexicanas. ¡Amén del 
soldado que a la patria en cada hijo el cielo le dio, por si algún 
extraño enemigo osare profanar con su planta su suelo!
Y
 lo cierto es que ni es la primera ni la última vez que sucede porque la
 construcción de las otredades, de los enemigos, sobre las poblaciones 
extranjeras, en general; y sobre las poblaciones que el mexicano y la 
mexicana consideran racialmente inferiores, en particular; es una 
condición permanente de la forma en que los sectores más reaccionarios y
 conservadores de la sociedad de este gran país se relacionan con el 
exterior (o cuando se trata de la reproducción de nuestro colonialismo interno,
 de la manera en que esos mismos sectores —por lo demás mayoritarios— se
 relacionan con las poblaciones originarias de aquí y del resto del 
continente). Y es que el discurso de la unidad cultural latinoamericana 
en la diversidad de sus poblaciones, cuando no es más que una 
herramienta al servicio del capitalismo neoliberal para mercantilizar a 
la multiculturalidad, no pasa de ser una excepción, y no la regla, en la
 historia política de la región.
Ser
 racista, después de todo, no es un rasgo que encuentre su condición de 
posibilidad en la clase social, en el género, en la orientación sexual, 
en las preferencias confesionales o en el nivel de escolarización con el
 que se cuenta. El ser racista es un rasgo que atraviesa todas y cada 
una de esas características de la identidad de un individuo. Por ello 
los sectores conservadores, en términos raciales, son siempre 
mayoritarios respecto de aquellos que no lo son: porque la racialización
 no está ligada a ninguna de las otras condiciones y porque aquellos que
 son objeto de racismo lo son, siempre, porque en ellos se encuentra la 
posibilidad de que el racista objetivice en su persona todos los males 
que aquejan a la humanidad.
Basta
 con observar las múltiples muestras de desprecio que se han expresado 
en los últimos días (cuyo tono ha crecido de manera proporcional a la 
proximidad de la caravana con el territorio mexicano y, sobre todo, 
proporcional a la fuerza con la que el movimiento de los desplazados 
centroamericanos ha buscado sortear los bloqueos y la represión 
impuestos por las autoridades gubernamentales respectivas), para dar 
cuenta de que, dependiendo de los intereses del racista del que se 
trate, a los migrantes se los identifica de inmediato con rasgos como la
 delincuencia, la violencia, la destrucción, el despojo de bienes 
escasos, de fuentes de empleo o de la riqueza nacional; con 
enfermedades, con desviaciones psicológicas, con pobreza, etcétera.
De
 tal suerte que si bien la clase social no es un criterio para ser 
racista, sí lo es para la definición de las características que se le 
otorgarán al migrante por cuento tal, abriendo la posibilidad de que se 
lo califique como un indeseado porque es un individuo que no hace más 
que robar fuentes de empleo a los nacionales de un país y saquear los 
recursos de éstos (y en particular de los nacionales comprometidos con 
el régimen tributario del Estado), al aprovecharse de los servicios 
sociales que el Estado ofrece de manera gratuita a quienes, se supone, 
no tendrían mayor mérito que el ser sujetos de protección de diferentes 
normativas garantes de derechos humanos.
Y
 la cuestión es que lo mismo ocurre con el resto de los rasgos de la 
identidad de cualquier persona. Porque la realidad es que el contar con 
mayores o con menores grados de escolarización no es garantía de que la 
persona sea más o menos racista que sus contrapartes; así como el ser 
hombre o mujer no es sinónimo de una determinada actitud en relación con
 la causa migrante y con los migrantes mismos. La racialización y el 
racismo son construcciones sociales históricamente determinadas, y no 
una suerte de rasgo inherente e irrenunciable a una pretendida naturaleza humana.
 Naturalizar a ambos procesos (racialización y racismo) no únicamente es
 una vía fácil e hipócrita para justificarlas, sin pretender ser 
responsables por las consecuencias siempre catastróficas del combate (a 
menudo armado o judicial) de las diferencias culturales e identitarias 
(nacionales no, pues la nacionalidad es ya, por y para sí misma, una 
herramienta de combate a las diferencias culturales e identitarias), 
sino que, además, es una manera bastante ingenua (pero no por ello menos
 militante y racional) de justificar matrices de explotación política y 
económica tanto en los espacios de origen como en los de tránsito y de 
destino.
En este sentido, cada vez que se argumentan criterios de seguridad nacional ante
 el fenómeno migratorio no únicamente se pasa por alto el hecho de que 
la nacionalidad, en general; y la extranjería o la no pertenencia 
jurídica y cultural a una determinada estructura estatal, en particular;
 no es, por sí mismo, como en una suerte de a priori, una 
determinante para la comisión de delitos o para el agotamiento de 
recursos naturales disponibles para la población del país; sino que, 
además, se oculta (o se desconoce, en el peor de los casos) el hecho de 
que tanto la actividad delictiva como la disponibilidad de recursos 
materiales para la subsistencia individual y colectiva (alimentos, agua,
 fuentes de energía, empleos, servicios de salubridad, de vivienda y de 
educación, etc.) no está dada por ninguna cantidad de población, sino 
por las lógicas de acumulación y concentración de capital en todas sus 
escalas: locales, nacionales, regionales, hemisféricas, globales.
Un
 migrante de cualquier nacionalidad no llega a otro territorio a 
arrebatarle las fuentes de empleo a los nacionales del territorio al que
 llega o por el cual transita sólo porque es migrante, sino por el hecho
 de que, al serlo, y al no contar con una situación jurídica regular 
(como la de cualquier ciudadano en su patria), los criterios para su 
explotación laboral por parte tanto del sector público como del privado 
(en los cuales se incluyen, por supuesto, a las actividades del crimen 
organizado) se amplían y profundizan de manera considerable. El 
inmigrado a un Estado, después de todo, no obtiene una actividad 
productiva sólo por ser originario de otro Estado, sino porque, en las 
lógicas de acumulación de capital en las distintas geografías del mundo,
 esa condición particular es objeto de series y conjuntos de actividades
 económicas específicas, dedicadas a la extracción de los mayores 
rendimientos posibles de su fuerza de trabajo.
Por
 eso, además, el discurso mainstream de que todos en este mundo somos o 
fuimos migrantes (o, en su defecto, somos o fuimos producto de algún 
movimiento migratorio originario) no únicamente es una falsa defensa 
frente al embate que se desarrolla para detener, rechazar y/o reprimir a
 los desplazamientos forzados de población (porque frente al turismo, 
claro está, ese argumento resulta improcedente y ni siquiera se 
conjura), sino que, aunado a ello, no termina por resolver nada, pues el
 eje que articula su discusión y sus argumentos se sigue dando en 
rededor de la pregunta sobre si se debe o no se debe permitir el libre 
tránsito e internamiento de migrantes (respondiendo que sí) y bajo qué 
condiciones (partiendo de la defensa de unos supuestos derechos humanos universales que les ofrezcan un mínimo de condiciones materiales).
El
 actual presidente de Estados Unidos (y todos sus antecesores, también,)
 es plenamente consciente del carácter estructural que los flujos 
migratorios y la desprotección jurídica de los mismos (carencia de 
papeles de tránsito, internamiento y estadio) tienen en el desarrollo de
 las matrices de producción y consumo de la economía estadounidense, en 
lo singular; y del rol en el que ésta se inserta dentro de los circuitos
 productivos/consuntivos internacionales. No por nada la presión que ha 
ejercido para que sea México el Estado encargado de detener a la 
Caravana ha sido mayúsculo (con Mike Pompeo visitando a los equipos del 
gobierno saliente y del entrante en la víspera del arribo de la Caravana
 a México). Y es que el costo político para su administración (y en 
realidad para la de cualquier gobierno) es infinitamente menor si se lo 
compara con la incidencia que estos flujos tienen en aspectos económicos
 clave como lo son la posibilidad de pagar a la fuerza de trabajo por 
debajo de los niveles mínimos para otorgarle condiciones decentes de 
vida, el ahorro en prestaciones y diferentes derechos sociales y 
laborales, o el incrementar cuantitativa y cualitativamente la 
producción de mercancías sin encarecer el proceso productivo en su 
conjunto por ello.
En 
México, finalmente, antes de cuestionar si la sociedad y su andamiaje 
gubernamental deben permitir el ingreso, el tránsito y/o la permanencia 
de cualquier flujo migratorio en el país, quizá no esté demás el 
recordar, en primer término, que durante los tres últimos sexenios se ha
 librado una sanguinaria guerra civil que no está siendo combatida por 
migrantes; y que definitivamente no fue desatada por otros individuos 
que los propios nacionales de este país. Pero no sólo, pues, enseguida, 
debería recordarse que no se requirió de ningún flojo masivo de 
migrantes hacia el país para que las condiciones laborales por todo el 
territorio se pulverizaran hasta el punto en el que, hoy, el salario 
mínimo no es ni de lejos suficiente para cubrir una Canasta Básica 
Recomendable.
Ricardo Orozco
Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional
@r_zco
 
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