Carolina Vazquez Araya
 Los 
delitos cometidos por miembros del clero han pasado durante siglos bajo 
la vara del secretismo más hermético. Por el simple hecho de pertenecer a
 una comunidad amparada por un halo de espiritualidad, virtud y 
autoridad moral –el arquetipo de toda institución de carácter religioso-
 los hechos vergonzosos de abuso sexual, político, social, laboral y 
económico han sido acallados con la complicidad de la sociedad, pero 
también tolerados por los sistemas de justicia, hasta cuyas cortes 
recién comienzan a aparecer los sindicados.
El informe de más de mil 
trescientas páginas producido por el gran jurado de Pensilvania menciona
 casos aterradores de pedofilia, pornografía infantil, abortos forzados y
 otros delitos cubiertos por el silencio eclesiástico durante más de 70 
años. Sin embargo, los crímenes bajo las cúpulas, en el amparo de los 
conventos y las gruesas paredes de los monasterios vienen desde muy 
atrás y han contado con una histórica garantía de impunidad. Ahora, 
cuando comienzan a salir a la luz pública estos hechos, también va 
tomando cuerpo la sanción moral de una comunidad de feligreses no 
dispuestos a tolerarlos.
El imperio construido bajo la 
insignia de la espiritualidad viene mostrando agujeros en su estructura a
 lo largo de toda su historia. La violencia ejercida desde los púlpitos 
con la anuencia de comunidades dóciles ante la imposición patriarcal y 
dominante de la Iglesia, no solo ha impactado a víctimas de abuso 
sexual, también ha influido de manera determinante en los ámbitos de la 
política, la economía y muy especialmente en el control de comunidades 
campesinas e indígenas con el propósito de transformar en virtudes 
espirituales sus carencias, su pobreza y su marginación.  
La crisis experimentada actualmente
 por la iglesia católica no se reduce a los delitos de sus sacerdotes y 
ministros, también cuenta con una enorme cuota su posición cerrada 
respecto de la despenalización del aborto, lo cual ha generado en las 
recientes semanas una ola masiva de rechazo por parte de feligreses 
decididos a abandonar a la institución bajo cuyos parámetros y 
enseñanzas fueron educados desde la infancia. Hoy la apostasía ha dejado
 de ser un pecado para convertirse en un acto de reivindicación 
política, espiritual y social.
Al detallado informe del gran 
jurado de Pensilvania se suma el justo reclamo de las mujeres: teólogas,
 religiosas y laicas van decididas a luchar por la igualdad. Sometidas a
 un plano de servidumbre y dominación durante siglos, las mujeres 
pertenecientes y cercanas a la institución comienzan a levantar sus 
voces para exigir respeto, equidad y espacios de toma de decisiones 
dentro de las jerarquías eclesiásticas. También exigen su liberación del
 servicio doméstico al cual son relegadas -dentro del ámbito 
eclesiástico- incluso aquellas estudiosas que ya poseen doctorados en 
teología. 
Muchos son los obstáculos a vencer 
pero estas mujeres han decidido luchar por su ingreso en los órganos de 
poder y tener acceso a ejercer el sacerdocio en igualdad de condiciones 
que los hombres. Esto deja en evidencia la delicada situación que 
enfrenta el Vaticano, ya que la supervivencia de cualquier institución 
–religiosa o no- depende en alto grado de su capacidad para adaptarse a 
los cambios de la sociedad en la cual se desempeña. La resistencia 
férrea del catolicismo a comprender y adoptar los nuevos parámetros del 
mundo actual puede ser su condena a perder gran parte de su influencia, 
como ya está siendo condenada moralmente por los excesos y los crímenes 
de muchos de sus miembros.
 
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