En las elecciones  presidenciales
 venezolanas, en las que la mayoría de la derecha ni pudo ni quiso 
participar, sobre todo debido a sus divisiones internas y a las 
inhabilitaciones judiciarias a algunos de sus líderes golpistas, el 
presidente Nicolás Maduro recogió los votos del zócalo duro del chavismo
 (6 millones 190 mil 612, 68 por ciento de los votantes) y logró una 
amplia mayoría, con una abstención de 52 por ciento menor a la que se 
preveía, porque muchos votaron por temor a que si se abstenían sus 
sufragios pudiesen ser sumados a los opositores más duros que predicaban
 la abstención.
En efecto, en Venezuela, donde el voto no es obligatorio, la 
abstención de 52 por ciento del padrón electoral no resulta muy alta si 
se tiene en cuenta que cerca de 15 por ciento de ese padrón ha emigrado 
por razones económicas y no volvió al país para votar. La elección, por 
otra parte, fue legitimada por las candidaturas de Henri Falcón, apoyado
 por dos partidos de oposición, Avanzada Popular y Copei, por el 
predicador evangelista Javier Bertucci y por el candidato de Marea 
Socialista, de la izquierda chavista, y se realizó sin incidentes y bajo
 el control de observadores como el ex presidente de Consejo español, 
Rodríguez Zapatero, que están lejos de ser chavistas.
En cuanto al resto de la oposición, está golpeada por los 
encarcelamientos y exilios de los dirigentes golpistas y por sus 
divisiones internas, pues en ella militan los que nuevamente pidieron 
una intervención golpista de las fuerzas armadas nacionales junto a los 
que le apuestan a una intervención militar estadunidense, con apoyo del 
uribismo colombiano, y quienes, en cambio, intervinieron en las 
elecciones regionales, pero no en éstas, y están paralizados y mudos.
Gran parte de quienes votaron por Maduro, sin embargo, tienen 
muchísimas críticas a la política económica y social de éste, que no 
tiene nada que ver con la de Hugo Chávez. Su sufragio es, por 
consiguiente, un voto 
a pesar de, es un apoyo crítico en defensa de la independencia del país, que está amenazada y no uno de apoyo y de esperanza, sino un respaldo puntual y una exigencia. Los votantes por Maduro reflejan por consiguiente un alto grado de conciencia y patriotismo revolucionario que, por ahora, no tiene una expresión política, pero que podría llegar a tenerla si, como es previsible, la economía no mejora y se mantiene el apoyo del mandatario a la boliburguesía que está incrustada en las Fuerzas Armadas Bolivarianas. Esta no ha sido una elección normal: ha sido un acto de desafío al injerencismo, una manifestación de orgullo independentista, un acto de lucha. El arma esta vez fue la papeleta, pero podría llegar a ser otra.
El PSUV no es un partido porque no tiene ni democracia ni vida 
interna y es meramente una máquina electoral: Maduro no puede contar con
 esos burócratas y, por otra parte, las fuerzas armadas tampoco pueden 
ser su partido porque son policlasistas y, por eso, la oposición busca 
golpistas en el seno de ellas e incluso podría hallar algunos. El apoyo 
de burócratas privilegiados y sectores de una burguesía nacional 
debilísima y que depende de las prebendas estatales y de la 
especulación, no basta para sostener a nadie, como demuestra el ejemplo 
del kirchnerismo argentino o del PT brasileño. Maduro, por lo tanto, se 
equivocará trágicamente si no entiende lo que expresa este voto que le 
fue dado in extremis.
Ahora tiene que lidiar con el toro enfurecido de la crisis 
económica. El país está cubierto de deudas sin pagar y la producción 
petrolera disminuye por la ineficiencia y corrupción de los dirigentes 
nombrados entre los fieles maduristas, dejando de lado a los técnicos 
chavistas de izquierda o sin partido que muchas veces son más capaces 
que aquéllos. Venezuela retrasa sus envíos a Cuba, donde son vitales, y 
ahora ésta está financiando a Venezuela con sus médicos y educadores no 
pagados a tiempo y regularmente.
Además, las importaciones de bienes de consumo, los insumos 
industriales, las materias primas y las armas dependen de la exportación
 petrolera, que está trabada por las sanciones de Trump y que depende, a
 su vez, de que Estados Unidos provoque con sus amenazas suficiente 
inestabilidad mundial para conseguir un aumento del precio del petróleo 
que, además de hacer rentable el fracking, lastre a los países de la Unión Europea, sus competidores y acreedores, que son importadores netos de carburantes.
Venezuela no tiene suficientes divisas fuertes para importar lo 
indispensable y al mismo tiempo pagar las deudas. Entonces, hay que 
suspender el pago de todas las que sea posible hacerlo sin graves 
consecuencias, establecer un rígido control total de cambios, estatizar 
el comercio exterior, eliminar las importaciones de mercancías de lujo, 
acabar con los bachaqueros y contrabandistas empezando por las 
fuerzas armadas y por las autoridades implicadas en esos tráficos, dar 
tierras cerca de las ciudades, buenos precios y mejores condiciones a 
quienes quieren producir bienes de uso en Venezuela.
Sobre todo, es indispensable movilizar al pueblo para estas tareas, 
escuchar sus denuncias y sugerencias, dar plena libertad de organización
 popular, de control obrero a las empresas, ofrecer a milicias obreras 
nombradas y controladas por asambleas la defensa de la legalidad frente a
 los delincuentes y golpistas barrio por barrio.
El imperialismo y sus falderitos del Grupo de Lima están esperando el
 triunfo de la extrema derecha en Colombia y el caos en Venezuela para 
intervenir militarmente. Un giro a la derecha, un intento de 
apaciguamiento mediante ulteriores concesiones, podrían ser fatales. Lo 
peor que se puede hacer es darle un cheque en blanco a un gobierno sin 
rumbo y dejar todo en manos de Maduro. ¡No a las concesiones, sí a la 
profundización del proceso con políticas drásticas y, a la vez, 
flexibles hacia los pequeños productores! ¡Organizar el poder popular 
independientemente de Maduro! ¡Alianza con éste sólo si aplica medidas 
populares de urgencia!
 

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