Ilán Semo
 Tanto los opositores  a
 Morena como sus seguidores coinciden, cada día más, en una 
interrogante: si llega AMLO a la Presidencia, ¿abriría las compuertas 
para un cambio de régimen? La respuesta no es sencilla, sobre todo si se
 trata del cambio de las estructuras políticas y sociales del régimen 
que se instauró después de la crisis electoral de 1988. Estructuras que 
se han vuelto parte del hábitat y del sentido común de la sociedad 
mexicana.
Tanto los opositores  a
 Morena como sus seguidores coinciden, cada día más, en una 
interrogante: si llega AMLO a la Presidencia, ¿abriría las compuertas 
para un cambio de régimen? La respuesta no es sencilla, sobre todo si se
 trata del cambio de las estructuras políticas y sociales del régimen 
que se instauró después de la crisis electoral de 1988. Estructuras que 
se han vuelto parte del hábitat y del sentido común de la sociedad 
mexicana.
Es la misma tarea que se impusieron las fuerzas que en algún momento 
encabezaron Lula en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay o Michelle 
Bachelet en su segundo periodo en Chile, o bien, Podemos en España, la 
coalición Francia Insumisa en el país galo y el Partido Laboral de 
Jeremy Corbyn en Inglaterra. ¿En qué consiste este cambio?
En cierta manera, el siglo XX ya transitó, en su primera mitad, por 
un paradigma semejante. Si se observan las razones principales que 
desembocaron en 1914 en la I Guerra Mundial, y, más tarde, en la crisis 
de 1929 que precedió al estallido de la II Guerra Mundial, hay una 
sombra constante que se encuentra en el trasfondo de ambas catástrofes: 
las poliarquías liberales que condujeron a las sociedades europeas al 
límite de su gobernabilidad. Finalizada la II Guerra Mundial siguió la 
pregunta de cómo transitar de la crisis de gobernabilidad que heredaron 
las aporías del liberalismo del siglo XX a un orden democrático y social
 que lograra limarle las garras a los vértigos constitutivos de la 
lógica del capital. Es decir, que lograra regular esta lógica.
La solución fue la fórmula inscrita en el sintagma del 
Estado de bienestar, cuyos conceptos e ideas básicas se remontaban a la República de Weimar y el socialismo austríaco de la década de los años 20. Y la solución funcionó de manera impresionante. Fueron los años de oro de las sociedades occidentales que se prolongaron hasta la década de los años 70.
Uno de los mantras de las nuevas poliarquías liberales de la década 
de los años 80 (cuyo origen se remonta al Chile de Pinochet y a la 
Inglaterra de Margaret Thatcher, ¿no es acaso paradójico que una 
política conservadora, Tory, fuera la artífice de la actualización del 
liberalismo?) residió en decretar como anacrónica esa solución. Han 
transcurrido cuatro infructuosas décadas para demostrarlo. Incluso los 
grandes paradigmas sociales tienen límites en el tiempo, sobre todo si 
son drenados por sus aporías internas. Las poliarquías parlamentarias de
 la década de los años 90 y principios del siglo XXI –sería un grave 
error llamarles democracias–, en México equivaldrían al salinato, tienen
 un extraño símil histórico: los Estados absolutistas europeos de los 
siglos XVII y XVIII. Ambos se propusieron poner un alto a la lógica de 
las fuerzas de la modernidad. Los Estados absolutistas tratando de 
destituir los impulsos de la sociedad industrial, la democracia y el 
tercer Estado, la tecnocracia de fines del siglo XX tratando de 
desmantelar todas las redes sociales y de protección que hicieron 
posibles a la fórmula del Estado de bienestar.
En 2018, por donde se le vea, el dilema ya es como dejar atrás
 ese orden que colocó a la lógica de los mercados en los intersticios de
 toda la sociedad. Es decir, cómo transitar a un nuevo régimen 
democrático y social capaz de adaptarse a los desafíos de la 
globalización. La disyuntiva entre proteccionismo y apertura es un falso
 dilema. Lo muestran sociedades que han logrado sortear ese desafío: 
Alemania, China, Japón… Todas ellas con sus propios mecanismos de 
protección de sus poblaciones. Una cosa es el proteccionismo, otra cosa 
es la protección de la casa propia. El dilema es cómo reinventar el 
resguardo de la sociedad adaptándolo a las condiciones de la 
globalización. Hay que reconocer que la mayor parte de los experimentos 
que lo han intentado en Grecia, Brasil, Italia y otras partes han 
fallado. Pero esa es la fatalidad de todo cambio de régimen: sólo espera
 el acontecimiento que lo consagre.
Durante los seis meses de la campaña electoral, López Obrador ha 
debido pactar a tal grado su programa inicial, que es difícil imaginar 
que cuente hoy con la autonomía suficiente para emprender un desafío de 
esa envergadura. Tal y como se avizora, la perspectiva que él mismo ha 
allanado, se trata de leves reformas a un régimen que ha logrado 
sobrevivir tres décadas. Claro, leves reformas que pueden ser reformas 
mayúsculas para una población marginada durante 30 años de todos los 
saldos de la apertura.
Y sin embargo, hay un ingrediente propio de la política mexicana que 
vuelve las consecuencias incluso de actos menores en una contabilidad de
 expectativas impredecibles. En México, todo lo político es personal y 
frecuentemente todo lo personal es político. Sobre todo en la esfera de 
la Presidencia. El cargo más alto de la República encierra potencias 
simbólicas insospechables. Una suerte de carisma institucional: no 
importa quién lo ocupe, incluso un inepto, el cargo le transmite su 
aura, es 
el Presidente. Ahora bien, si quien lo ocupa sabe qué hacer con él, su fuerza puede devenir incalculable: En una situación de crisis, puede convertirse no en una referencia del Estado, sino en su referente. Ha sucedido varias veces en el siglo XX.
No se trata, por supuesto, de la Presidencia de las décadas de los 
años 60 o 70. Y sin embargo, su potencial es un misterio. Los más 
preocupados por la opción AMLO, lo saben muy bien. Nada hay en el Morena
 de hoy que apunte a un cambio sustancial de régimen; pero tampoco nada 
hay que apunte en la dirección opuesta. Lo que queda es una interrogante
 a la que los propios acontecimientos se encargarán de dar cuerpo.
 
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