Marcos Roitman Rosenmann
No corren  
buenos tiempos para la democracia representativa, forma por excelencia 
de dominación burguesa occidental, en América Latina. En nuestro 
continente la hechura por antonomasia de ejercicio del poder ha sido la 
dictadura y los regímenes autocráticos. Su receta para garantizarse el 
control de las instituciones y evitar la derrota política son el fraude 
electoral y el sempiterno recurso del golpe de Estado. Un espejismo hizo
 albergar falsas expectativas. Durante un breve periodo –el comprendido 
entre el fin de la guerra fría y el ataque a las Torres Gemelas (1989-2001)– pareció que las burguesías latinoamericanas habían asumido un comportamiento democrático.
 Eliminado el fantasma del comunismo, no había enemigo en el corto 
plazo. Imbuidas de una fe ciega por haber desarbolado cualquier proyecto
 que les hiciese sombra, no dudaron en asumir un discurso democrático 
reivindicando un nuevo orden, en el cual se respetarían las reglas del 
juego, renunciando a las viejas prácticas desestabilizadoras, golpes de 
Estado y fraudes electorales.
Por otro lado, la izquierda política latinoamericana y, más aún, la 
izquierda social siempre han luchado por conquistar espacios 
institucionales, ampliar los derechos sociales, políticos y económicos 
bajo el marco de unas elecciones limpias donde se respetasen los 
resultados. La reconversión hacia la democracia de la burguesía 
facilitaba el advenimiento de un espacio común de lucha política. La 
coincidencia en los objetivos de mediano y largo plazos, un ordenamiento
 en el cual los conflictos se resolvieran en la arena electoral y la 
negociación, llevó a consensos para reformar constituciones, legitimar 
la participación de nuevos actores y asumir el resultado de las urnas, 
favoreciendo a unos u otros. La vía insurreccional se descartaba y 
entraba en barbecho buscando soluciones a los conflictos armados en la 
región abriendo una etapa de reconciliación. Desarme, 
negociación y reconversión de movimientos armados en partidos políticos 
era el horizonte dibujado para el futuro siglo XXI.
Lamentablemente, las esperanzas se vieron frustradas al momento de 
renacer alternativas populares cuyos proyectos cuestionaron el orden 
neoliberal. La derecha política y las clases dominantes deciden 
retroceder sobre sus pasos, recurriendo al fraude electoral y 
reinventando los golpes de Estado. El acceso al Ejecutivo de gobiernos 
populares, antimperialistas, democráticos, se ha visto frustrado 
mediante la manipulación y el dolo en las urnas. Han disparado toda la 
munición para hacer inviable el acceso al poder político de alianzas 
populares, heterodoxas y revolucionarias en las maneras de entender el 
proceso de toma de decisiones, cuyo sello de identidad es el compromiso 
sin ambages con los valores democráticos. Alianzas de amplio espectro 
defienden programas destinados a frenar la desarticulación de los 
débiles sistemas públicos de salud, educación, vivienda y derechos 
laborales emergentes en los años del desarrollismo.
Vistas como un peligro para los intereses del nuevo complejo 
financiero industrial militar, sufren el ataque inmisericorde de las 
burguesías trasnacionales, encuadradas en el Consenso de Washington, 
cuyo papel ha sido jibarizar los espacios de representación 
política de las clases trabajadoras, recortar derechos ciudadanos y 
articular un capitalismo predador anclado en la privatización, 
desregulación y descentralización flexible del poder, cuyo resultado ha 
sido el aumento de la desigualdad, la exclusión social, la precarización
 laboral, reinventando la esclavitud y ampliando en grado superlativo el
 rechazo a la democracia en todas sus formas, reivindicando la 
explotación como fuente de progreso.
Más allá del discurso triunfalista del neoliberalismo, los 
primeros síntomas de rechazo a sus reformas se hicieron sentir en 
México. La insurgencia del EZLN en 1994 puso en evidencia las 
consecuencias de un sistema corrupto, ilegítimo y fraudulento. Más 
tarde, en 1998, el triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela supuso 
otro llamado de atención. En 2001 se produjo en Argentina una crisis de 
legitimidad, dejando al descubierto las consecuencias del 
neoliberalismo. Corralito financiero y despidos acompañados de 
represión. Entre 2001 y 2004 ocuparon la Casa Rosada seis presidentes, 
hasta el triunfo de Néstor Kirchner. Una ola de optimismo sacudió el 
continente.
Lula, en Brasil; Evo Morales, en Bolivia; Correa, en Ecuador; José 
Mujica, en Uruguay; Kichner, en Argentina; Manuel Zelaya, en Honduras, y
 Fernando Lugo, en Paraguay, ganaban elecciones a contracorriente. En El
 Salvador triunfaba el FMLN, en República Dominicana se imponía el 
socialdemócrata Leonel Fernández y en Nicaragua los sandinistas 
recuperaban el poder. Fue el fin de la ilusión democrática. No todos 
concluyeron sus mandatos. Manuel Zelaya, en Honduras, o Fernando Lugo, 
en Paraguay, inauguraron los nuevos golpes de Estado, donde el 
protagonismo pasó de las fuerzas armadas a magistrados, senadores, 
diputados, empresarios y trasnacionales. Asimismo, se bloquea el acceso a
 la presidencia en 2012 a Andrés Manuel López Obrador en México, y en 
2017, en Honduras, se ningunea el triunfo al candidato de la unidad 
anticorrupción: Salvador Nasralla, religiendo a Juan Orlando Hernández 
con la complicidad de institutos, centros o consejos electorales. Por no
 citar el golpe de Estado en Brasil contra Dilma Rousseff y los intentos
 por inhabilitar a Lula.
En la región emergen el asesinato político, las detenciones 
arbitrarias, se compran jueces y fiscales, el sistema judicial se 
trasforma en el brazo ejecutor de las corporaciones trasnacionales y el 
empresariado cipayo. Se cierran medios de comunicación independientes, 
secuestran a dirigentes campesinos, la guerra sucia renace de 
sus cenizas. Periodistas mueren a manos del crimen organizado y de los 
cuerpos de seguridad del Estado. Se criminaliza la crítica. La sociedad 
se militariza. Se vive un estado de guerra, la presencia continua de las
 fuerzas armadas en la calle hace temer lo peor. La vigilancia, el 
control social y la violencia estructural permean todas las esferas de 
la vida cotidiana. Se persigue a los pueblos originarios, les arrebatan 
sus tierras, los encarcelan y violan a sus mujeres y niños. La pobreza y
 la desigualdad social se expanden como pandemia. Nuevos totalitarismos,
 golpes de Estado, fraude electoral y pérdida de derechos políticos se 
unen a un imperialismo cada vez más depredador. La neoligarquización del
 poder abre la puerta a nuevos movimientos insurgentes. 
Aquellos que imposibilitan la revolución pacífica hacen que la revolución violenta sea inevitable: John Kennedy.
 
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