Juegos Olímpicos de Invierno de Corea 2018
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| Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo | 
 El pasado viernes 
se inauguraron en Corea del Sur los Juegos Olímpicos de Invierno de 2018
 bajo el tema oficial de la “paz”. La ceremonia de apertura incluía una 
coreografía que representaba una paloma con luz de velas y una versión 
del “Imagine” de John Lennon. Thomas Bach, presidente del Comité 
Olímpico Internacional (COI), declaró que querían “transmitir al mundo 
un poderoso mensaje de paz”. 
 Bach apuntó, aparentemente sin ser
 consciente de la ironía, que los Juegos de 2016 habían proporcionado 
“un mensaje de esperanza” a los refugiados, en un año que terminó con 
más de 5.000 ahogados al intentar cruzar el Mediterráneo, y muchos más 
posteriormente. 
 El mensaje (u)tópico de este año no debería ser
 tomado más en serio. La realidad es que los JJ.OO. no se habían 
desarrollado bajo una amenaza de guerra tan inmediata desde los 
celebrados en 1936 en la Alemania de Hitler. La sombra que eclipsa el 
acontecimiento deportivo de Corea del Sur es la posibilidad real de que 
Estados Unidos lance un “ataque sangriento” sobre instalaciones 
militares norcoreanas inmediatamente después de los Juegos, lo que 
podría desencadenar un conflicto nuclear y provocar la muerte de cientos
 de miles de personas en la península de Corea, cuando no de millones. 
 La Administración Trump ha insistido en que no dará tregua hasta que 
Pyongyang se someta incondicionalmente a las demandas estadounidenses y 
ponga fin a su programa de armas nucleares. De lo contrario tendrá que 
enfrentarse a la acción militar. La decisión de ambas Coreas de competir
 en el mismo equipo olímpico –celebrada por millones de personas en la 
región con la esperanza de que fuera una señal de la reducción de las 
tensiones– fue recibida con hostilidad no disimulada por la 
Administración Trump. 
 Este desprecio quedó personificado en la 
postura arrogante del vicepresidente Mike Pence durante la ceremonia de 
inauguración, cuando permaneció sentado y con cara de póker mientras la 
delegación conjunta coreana hacía su entrada en el estadio y todo el 
mundo se ponía en pie con una gran ovación. El vicepresidente 
estadounidense no dejó lugar a dudas de que para Washington, Corea del 
Sur, ocupada por unos 35.000 soldados de EE.UU., es una medio-colonia 
que debería mantenerse en su sitio. 
 La asistencia de Pence a 
los Juegos Olímpicos se convirtió en una gira de preparación para la 
guerra que incluyó la visita a la instalación de sistemas de misiles 
balísticos en Alaska y reuniones con los líderes de los países aliados, 
Japón y Corea del Sur. En unas declaraciones de la pasada semana en 
Tokio, Pence afirmó que “no permitiremos que Corea del Norte oculte tras
 la bandera olímpica la realidad de que esclaviza a sus ciudadanos y es 
una amenaza para toda la región”. 
 Esto lo afirma el 
representante de un gobierno que entre 1950 y 1953 libró una guerra que 
causó la muerte de más de tres millones de coreanos y que ahora está 
realizando un rearme masivo en la región, que incluye el despliegue de 
bombarderos B-2 con capacidad nuclear en Guam, en preparación de la 
guerra. 
 Contraviniendo su supuesto “ideal internacional”, las 
Olimpiadas siempre han sido un escenario para la promoción virulenta del
 nacionalismo y los intereses geopolíticos de las principales potencias 
mundiales, desde los intentos de Hitler de utilizar los Juegos como una 
demostración de la supremacía aria hasta la determinación de EE.UU. por 
demostrar su supremacía sobre la Unión Soviética a lo largo de la Guerra
 Fría. 
 Estas Olimpiadas, como todas las que las han precedido, 
están dominadas por las expresiones más extremas del nacionalismo y del 
chovinismo, especialmente de Estados Unidos, resumidas en el canto 
beligerante “¡USA, USA!”. Se podría pensar que un país con el tamaño, la
 riqueza y el poderío militar de Estados Unidos no tendría necesidad de 
echar constantemente mano del autobombo, propio de un carácter 
patriotero y ultranacionalista. Esto solo puede explicarse por la crisis
 que corroe al capitalismo estadounidense y los nuevos desafíos a los 
que se enfrenta Washington en su lucha por la hegemonía global. 
 Además del incremento de la presencia militar estadounidense contra 
Corea del Norte, los Juegos de Invierno de 2018 han estado dominados por
 decisión del COI, bajo presión de EE.UU., de prohibir la participación 
de Rusia. Las alegaciones de dopaje sistemático que se han hecho contra 
dicho país se basan sobre todo en el testimonio de Grigory Rodchenkov, 
que dirigió el laboratorio ruso contra el dopaje antes de trasladarse 
bajo la custodia del gobierno de EE.UU. en 2016. 
 Los 168 
atletas rusos que participan en estos Juegos deben someterse a molestas 
pruebas adicionales antidopaje, las banderas rusas han sido prohibidas 
en todas las ceremonias y, en la entrega de medallas, los atletas rusos 
escuchan el himno olímpico en lugar del suyo propio. El COI anunció este
 mes que los deportistas y entrenadores rusos a quienes se había anulado
 su prohibición vitalicia de participar no serían invitados de todas 
formas. En 2016, se prohibió a los deportistas rusos de los equipos de 
campo y de pista de los Juegos Paraolímpicos participar en las 
Olimpiadas de Río. 
 Estas medidas están claramente destinadas a 
presentar a Rusia como un Estado paria. La hipocresía del supuesto 
escándalo sobre el presunto dopaje ruso queda de manifiesto por las 
revelaciones del abuso sexual sistemático sufrido por atletas 
estadounidenses por parte del médico responsable del equipo de gimnasia,
 Larry Nassar. Los medios de comunicación de aquel país han informado 
durante meses de todo tipo de abusos, sistemáticamente encubiertos por 
las autoridades del Comité Olímpico de Estados Unidos, que conocían el 
escándalo un año antes de que saliera a la luz y no lo denunciaron. 
 Los mismos gobiernos y medios de comunicación occidentales que apoyaban
 sin ambages la prohibición a Rusia no han propuesto excluir la bandera 
de las barras y estrellas o el himno nacional de EE.UU. de las 
Olimpiadas surcoreanas, aunque el abuso sexual a las atletas 
estadounidenses sea mucho más grave que cualquier violación cometida 
mediante el presunto dopaje de sus homónimos rusos. 
 Estas 
diferencias solo ponen de manifiesto que la penalización de los 
deportistas rusos no se hace en pro de la supuesta integridad del 
deporte olímpico –empañado desde hace tiempo por escándalos de 
corrupción, patrioterismo y dinero empresarial–, sino que forma parte de
 una feroz campaña de demonización de Rusia,l destinada a preparar a la 
población para la guerra. 
 A pesar de las alabanzas oficiales a 
la paz de los actuales Juegos Olímpicos, las principales potencias 
capitalistas del mundo están respondiendo con su propio rearme ante el 
anuncio contenido en el último documento de la Estrategia de Defensa 
Nacional de EE.UU., de que EE.UU. está preparando un conflicto de 
“máxima potencia” con “estados revisionistas”, principalmente Rusia y 
China. La semana pasada, Francia, Alemania, España y Estados Unidos han 
anunciado importantes aumentos del gasto militar. 
 Como en todos
 los Juegos Olímpicos, los intereses geopolíticos y empresariales 
reaccionarios que se ocultan tras los Juegos de Invierno 2018 contrastan
 con el extraordinario progreso físico, el inmenso talento y el carácter
 auténticamente cordial de los diferentes atletas que allí compiten. 
Ellos no tienen la culpa de verse obligados a actuar bajo el peso 
aplastante del militarismo, el patrioterismo y la mercantilización que 
impregnan los JJ.OO. 
 Las grandes corporaciones que han 
aterrizado en Corea se embolsarán estos días decenas de millones de 
dólares. Entre ellas están los patrocinadores olímpicos oficiales, Coca 
Cola, General Electric, Dow e Intel. Las cadenas televisivas recaudarán 
cientos de millones en ingresos por publicidad. 
 Para un puñado 
de los atletas que compiten, la victoria supondrá millones de dólares en
 derechos de imagen para la publicidad, mientras que quienes no consigan
 entrar en el pequeño círculo de ganadores regresarán a casa para volver
 a enfrentarse a los problemas sociales que acosan a la población en 
general. 
 Como dice el personaje que interpreta a la patinadora 
olímpica marcada por el escándalo, Tonya Harding, en la película recien 
estrenada, Yo, Tonya: “Cuando quedas cuarta en las olimpiadas no 
te ofrecen contratos de publicidad. Te ofrecen un turno de madrugada en 
“Spud City”*. 
 Nota del traductor: 
 * “Spud City” es un restaurante de comida rápida en el que solía trabajar Tonya Harding al tiempo que entrenaba en patinaje”. 
 

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