¿Por qué tanta corrupción en Colombia?
Razón Pública
Desigualdad arraigada
Con frecuencia oímos decir que la corrupción está enraizada en nuestra cultura, ¿pero qué significa esto?
La
 cultura no es otra cosa que un conjunto de información, creencias, 
símbolos, emociones y valores compartidos. Cada cultura resulta de la 
combinación entre los retos que imponen las condiciones materiales y 
geográficas, los procesos sociales y las contribuciones intelectuales a 
lo largo del tiempo. En el caso colombiano hay diversos factores que han
 contribuido a una cultura propensa a la corrupción.
El primero tiene que ver con la naturaleza de la España conquistadora y de sus representantes en América.
En
 ese entonces España apenas estaba constituyéndose como nación y todavía
 estaba dividida en múltiples unidades feudales regidas cada una por una
 nobleza independiente que disfrutaba sus privilegios nobiliarios.
La
 prolongada lucha de España contra los árabes que la habían invadido 
hacia siglos y su animadversión hacia el judío le impidieron adoptar 
plenamente el sistema capitalista que habría de propiciar el crecimiento
 económico que tendría el norte de Europa. El país era pobre y mucha de 
su nobleza menor había decaído, y fue precisamente una buena parte de 
esta la que luchó contra los árabes en un intento de recuperar sus 
tierras y privilegios anexos.
La colonización de América obedeció a
 la misma lógica. El carácter de la monarquía –despótico pero pobre en 
recursos– hizo que bajo una rigidez formal aparente, los conquistadores 
gozaran de un amplio margen de discreción: era el principio de que “la 
ley se obedece pero no se cumple” que se mantenía frente a la Corona.
En Colombia la ciudadanía surgió más como consecuencia indirecta e 
involuntaria de los grandes procesos demográficos y socioeconómicos que 
por la acción política directa.
Los conquistadores establecieron y 
preservaron de manera férrea su posición privilegiada en las colonias 
americanas. Y esta actitud dificultó la adopción de normas impersonales o
 universales que fueran respetadas e interiorizadas por ellos y por el 
pueblo. De este modo se instauraron dos bloques: el de la élite que no 
se sentía sujeta a las normas y el de las masas subyugadas que veían en 
esas normas una herramienta para su sometimiento.
La semilla de la ciudadanía
La independencia, patrocinada por los blancos criollos, solo cambió aquel patrón social de una manera formal.
En
 realidad, la división entre élites y masas, así como los modos de 
relación económica, social y sexual entre ellas, siguieron siendo 
iguales. Las numerosas guerras civiles que fracturaron tanto a las 
élites como a las masas en el siglo XIX no se tradujeron en cambios 
políticos y sociales de fondo.
Durante ese siglo, los diversos 
intentos de las élites por integrarse a la economía mundial mediante la 
exportación de materias primas (tabaco, algodón, añil, ganado en pie, 
cuero y otros) acabaron en fracasos. Ello obedeció en parte a la 
volatilidad de los mercados y a la falta de infraestructura de 
transporte pero también -y sobre todo- a que las relaciones laborales 
cuasi-serviles no estimulaban la productividad, calidad, innovación y 
emprendimiento que los mercados exigen para tener éxitos duraderos.
Sin
 embargo hacia finales del siglo XIX se registraron cambios en la 
situación de las masas y su relación con las élites que provenían de 
tres fuentes:
- Una gran expansión del mestizaje, que suavizó la división entre las élites blancas y las masas compuestas mayoritariamente por razas o mezclas raciales estigmatizadas como inferiores.
- Un gran aumento de la población, que empeoró las condiciones salariales de las masas campesinas y que -ante la ausencia de oportunidades- estimuló su migración hacia las áreas periféricas. Estas regiones sin embargo siguieron siendo marginales, y en muchos casos las élites lograron expropiar a los colonos para consolidar sus latifundios.
- Se desarrolló la producción de café –el producto que le tocó a Colombia en la lotería de productos naturales en zonas coloniales–. El café colombiano prosperó en el mercado mundial, pero las fluctuaciones en el precio implicaban que la prosperidad fuera transitoria, localizada e insuficiente para transformar las relaciones entre élites y masas.
La demora en el trámite de los cambios 
sociales por la vía política ha sido el motor principal de la violencia,
 la ilegalidad y la corrupción en el país.
Pero en Antioquia, zona de
 hombres blancos libres, el crecimiento demográfico se tradujo en la 
colonización del viejo Caldas y con ello nació una clase de pequeños y 
medianos caficultores. Esta fue la base social para una progresiva 
expansión de la industrialización y la urbanización en el país, y 
también fue la semilla de una clase intermedia entre élites y masas.
La
 expansión de la economía urbana abrió nuevos espacios para esta clase, 
que con mucha dificultad y lentitud crearía una identidad 
político-social propia. Entre tanto, la conformación de una ciudadanía 
independiente se demoraría.
Las consecuencias
En Colombia la 
ciudadanía surgió más como consecuencia indirecta e involuntaria de los 
grandes procesos demográficos y socioeconómicos que por la acción 
política directa. Esto explica su tardanza en traducirse de manera 
efectiva en “ciudadanía social” es decir, en una sociedad incluyente – y
 sin obstar la industrialización y la urbanización hacia finales del 
siglo XX, ni los avances legales como decir la Constitución de 1991-. 
Esta
 demora en el trámite de los cambios sociales por la vía política ha 
sido el motor principal de la violencia, la ilegalidad y la corrupción 
en Colombia. 
Lo anterior parece obvio en el caso de “La 
Violencia” de los años 1940 y 1950. Por esta época se coló una 
distorsión histórica fatal: la lucha de las élites políticas por 
manipular a las masas creó en estas una predisposición hacia las 
actividades ilegales que estaban fuera del alcance de las primeras: los 
campesinos aprendieron a matarse mientras los jefes de sus dos partidos 
seguían ocupando sus curules.
La lucha de las élites por manipular 
en su favor las oportunidades de las masas creó en estas una peligrosa 
predisposición hacia las actividades ilegales. Bastaría otra chispa 
histórica para revivir y agravar la situación. En medio de la guerra de 
Vietman que disparó el consumo de drogas entre los soldados, de una 
juventud contestataria en Estados Unidos, y de sus Cuerpos de Paz que 
indujeron los cultivos, surgió y creció el cultivo de la marihuana en la
 Costa Atlántica. El Cartel de Medellín se inspiró en esta experiencia 
para desarrollar el negocio de la coca en Antioquia.
Esto amplió y 
consolidó el narcotráfico en un país con una economía pobre donde el 
café y algunas otras actividades agropecuarias debían soportar el costo 
de la industrialización en curso. Un país donde, además, desde los años 
cincuenta la población venía creciendo a tasas superiores al 3 por ciento anual.
El
 Frente Nacional fue el precio de contener el cambio social hasta 
finales de la década de 1950. Fue bastante efectivo en su intención de 
acabar la violencia bipartidista, pero abrió una nueva caja de Pandora, 
pues hizo que sectores sociales importantes se sintieran excluidos del 
proceso político y lo consideraran ilegítimo. Además paralizó el cambio 
social, lo cual se expresó en el fracaso de la reforma agraria, 
originalmente promovida desde Washington.
Como consecuencia de 
esto surgieron las guerrillas y su némesis: el paramilitarismo. Se 
instauró también un patrón de reciprocidades y negociaciones en el 
ámbito político que abrió la puerta a la corrupción en el sector 
oficial, primero con el clientelismo y el patronazgo y después con el 
saqueo abierto de las arcas oficiales.
Narcotráfico, guerrilla, 
paramilitares y fuerzas armadas contribuyeron a crear una situación 
nacional de violencia, criminalidad y corrupción que, aunque se 
concentraba en áreas rurales, se extendió peligrosamente y amenazaba con
 tomarse el país. En el campo esta situación cambió la distribución de 
la tierra al producir millones de desplazados. En la economía industrial
 propició una organización oligopólica que estimula procesos encubiertos
 de cartelización y administración de precios, otra instancia de 
corrupción que ha pasado casi desapercibida.
¿Esperanzas?
No
 obstante lo anterior la economía siguió creciendo, aunque lentamente y 
sin mayores cambios redistributivos. Poco contribuyó a ampliar y 
fortalecer una ciudadanía democrática. Luego, la apertura económica 
perjudicó a una parte de la clase media incrustada en el Estado y, como 
ocurre en un mundo de conflictos, inseguridad e incertidumbre, la 
cultura mayoritaria se replegó y optó por medidas defensivas y de 
sobrevivencia.
En medio de esta difícil situación la Constitución 
de 1991 introdujo un faro de luces democráticas en el escenario 
político, pero ha habido que esperar varias décadas para comenzar a 
cosechar sus frutos, como el progresivo desmonte del paramilitarismo y 
de las guerrillas, que aún no acaba de realizarse.
A pesar de los 
esfuerzos, el narcotráfico no ha cedido y su influencia ha crecido, al 
igual que la de la criminalidad extendida y la corrupción en los 
sectores público y privado, con los cuales se encuentra entrelazado.
Todo
 esto ha contribuido a crear un contexto donde lo legal se mezcla 
indistintamente con lo ilegal y lo criminal en muchos ámbitos. Este es 
el obstáculo fundamental para establecer y acatar normas universales 
justas y efectivas.
Frente a esto la única esperanza de renovación
 es el nacimiento y la consolidación de una conciencia plena al respecto
 de la situación entre los sectores ajenos a ella. Las voces se han 
comenzado a oír. ¿Serán suficientes?
* Razón Pública
 agradece el auspicio de la Universidad Autónoma de Manizales. Las 
opiniones expresadas son responsabilidad del autor.
Eduardo
 Lindarte Middleton, Economista de la Universidad Nacional, M.A en 
Sociología de Kansas State University, Ph. D. en Sociología de la 
Universidad de Wisconsin, docente y consultor a comienzos de la vida 
profesional, técnico y consultor de organismos internacionales en el 
medio y actualmente docente y coordinador del Departamento de Ciencia 
Política de la Universidad Autónoma de Manizales.
 
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