Claudio Lomnitz
La semana  pasada el presidente de Estados Unidos anunció que cortaría las visas, conocidas como Temporary Protected Status,
 que le fueron conferidas a alrededor de 200 mil salvadoreños en 2001, a
 raíz de la guerra civil y los terremotos que sufrió esa nación. La 
decisión no podría ser menos responsable ni más cruel.
 Los artículos que se han publicado en defensa de los salvadoreños en 
la prensa estadunidense hacen hincapié en la separación de familias, y 
en la injusticia que hay en deportar personas que han llevado una vida 
de trabajo perfectamente honrada. No les falta razón, claro. Como se 
trata de migrantes que llevan 20 años en Estados Unidos, muchos tienen 
hijos que nacieron allí. Dadas las condiciones sociales y económicas en 
El Salvador, habrá muchos que prefieran dejar a sus hijos en Estados 
Unidos, aunque estén pequeños, que arriesgarlos a un regreso totalmente 
incierto a El Salvador. Se entiende bien el dilema, si consideramos un 
poco la situación a la que regresarán estos trabajadores, si en verdad 
consiguen echarlos.
Los artículos que se han publicado en defensa de los salvadoreños en 
la prensa estadunidense hacen hincapié en la separación de familias, y 
en la injusticia que hay en deportar personas que han llevado una vida 
de trabajo perfectamente honrada. No les falta razón, claro. Como se 
trata de migrantes que llevan 20 años en Estados Unidos, muchos tienen 
hijos que nacieron allí. Dadas las condiciones sociales y económicas en 
El Salvador, habrá muchos que prefieran dejar a sus hijos en Estados 
Unidos, aunque estén pequeños, que arriesgarlos a un regreso totalmente 
incierto a El Salvador. Se entiende bien el dilema, si consideramos un 
poco la situación a la que regresarán estos trabajadores, si en verdad 
consiguen echarlos.
El Salvador tiene una población aproximada de 6.3 millones de 
habitantes, de modo que una oleada de 200 mil repatriados representaría 
un aumento poblacional de más de 3 por ciento de la noche a la mañana. 
Para absorberlos, habría que crear un número de empleos 
proporcionalmente enorme: en términos relativos, sería como si a México 
llegaran de zopetón más de 3 millones de repatriados. ¿Dónde emplearlos?
 Oficialmente, El Salvador tiene una tasa de desempleo de alrededor de 7
 por ciento, pero esa cifra no refleja correctamente la situación 
(recordemos que la tasa oficial de desempleo de México es alrededor de 
3.9 por ciento). La realidad es que El Salvador es un país en que 
prevalece el subempleo, y el migrante repatriado se encontrará en una 
situación precaria ante el subempleo, porque tendrá que hacer gastos 
extraordinarios, como poner casa, encontrar un nicho social y económico,
 etcétera.
Luego, además, está el tema de las remesas. El Salvador es el segundo
 país de América más dependiente de las remesas (después de Haití), que 
representan 16.5 por ciento de su PIB. Doscientos mil migrantes vienen 
siendo alrededor de 10 por ciento del total de los salvadoreños que 
residen en Estados Unidos; su deportación significará una reducción del 
PIB de abajito de 2 por ciento, justo cuando la economía tendría que 
ofrecer empleo a los expulsados. La deportación provocará una 
contracción de la economía local y, por tanto, un aumento en el 
desempleo, exactamente en el momento en que tendría que absorber a los 
expatriados.
Todo esto indica que el decreto de Donald Trump –porque fue eso, un 
decreto– tendrá efectos sociales importantísimos en El Salvador, aunque 
sean difíciles de predecir en detalle. ¿Cómo serán recibidas esos miles 
de personas, que tienen 20 años de vivir fuera de sus pueblos y ciudades
 de origen? ¿Serán vistos como propios o como extraños? No lo sabemos. 
Esperemos que haya para ellos mucha solidaridad –imagino que la habrá–, 
pero tampoco faltará quienes vean en su llegada la oportunidad de 
venderles todo caro, y de quitarles lo que se pueda de lo que traigan 
ahorrado.
Vale recordar que un segmento importante del hampa en El 
Salvador, las famosas maras, nació justamente a partir del movimiento 
trasnacional entre Estados Unidos y El Salvador: los jóvenes que 
llegaron a Estados Unidos en el contexto de la guerra civil fueron 
enviados a secundarias y preparatorias de zonas urbanas muy pobres, 
donde sufrían ataques de las pandillas prexistentes, por lo que formaron
 las suyas propias, especialmente violentas por lo mucho que tenían que 
defenderse. El pandillerismo de las maras llevó a que sus jóvenes 
integrantes se hicieran luego blanco de las políticas de deportación, y 
muchos fueron repatriados. Al llegar a El Salvador no había trabajo para
 ellos ni programas robustos de reinserción social, por lo que los 
jóvenes se incrustaron como un elemento persistente del crimen 
organizado, donde han funcionado también de carne de cañón de los 
grandes cárteles mexicanos y colombianos. Los deportados que 
ahora regresen de Estados Unidos no son jóvenes, ni sería lógico que se 
incorporaran a las maras, pero muy posiblemente se conviertan en blancos
 para las extorsiones de grupos como esos.
A todo este desastre, hay que agregar el sabor amargo que deja la 
franca ingratitud del Estado ante la labor constante, legal, y honesta 
de esos 200 mil migrantes, que han entregado décadas de labor 
productiva, muy frecuentemente en trabajos duros y mal pagados: sólo 8 
por ciento de los migrantes salvadoreños a Estados Unidos tiene título 
universitario, y apenas la mitad cubrió el equivalente a la 
preparatoria. Y es a esta gente trabajadora a la que van a echar del 
país, como quien avienta basura.
Hay, afortunadamente, una fuerte reacción en Estados Unidos contra el
 decreto de expatriación de Donald Trump. Incluso políticos 
republicanos, como Jeb Bush, han escrito y firmado contra la medida. 
Veremos si se les deporta o no. Mientras, el caso salvadoreño deja 
entrever otra tarea para el México actual. Importaría ordenar un poco 
nuestros asuntos, para poder comenzar a invertir seriamente en los 
países de América Central, que requieren de verdad de nuestro apoyo.
 
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