David Brooks

 Luego de un año en el gobierno, el presidente de Estados Unidos, Donald
 Trump (en imagen de archivo), ha demostrado que está dispuesto a atacar
 a cualquiera de sus colegas, subordinados o amigos que se atrevan a 
criticarlo. La mayoría de analistas políticos coinciden en señalar que 
el caosimpera en la Casa BlancaFoto Ap
Si no cae antes –la 
eterna esperanza de mayorías en este país y seguramente del mundo– 
estamos ante otro año más de reportar sobre el manicomio estadunidense, 
cuyo rey insiste en que toda verdad que se le oponga o lo cuestione es fake news. Pero
 no sólo se trata de la locura arriba, sino una especie de locura abajo,
 una insistencia de que a pesar de calificar el gobierno de Trump como 
un peligro para la 
democracia, para el país, para el planeta, hasta ahora le han permitido operar con todas sus consecuencias brutales para millones de personas aquí –primero que todos, los inmigrantes– y en el mundo cada día.
Periodistas –incluso de los medios más institucionales– han hecho tal
 vez su mejor esfuerzo en tiempos recientes para documentar y revelar la
 locura oficial, pero hasta ahora, todo sigue funcionando más o menos 
normal, incluyendo reportar desde este manicomio. Tal vez los mejores 
periodistas ahora, porque se atreven a desnudar el emperador, siguen 
siendo los comediantes.
Todo mundo sabe la regla de que un bully sólo puede obrar si
 los demás se lo permiten, y eso está ocurriendo mientras observadores, 
entre ellos nosotros los periodistas, reportamos y comentamos sobre el 
más reciente atropello, humillación, engaño o escándalo. Todos los días 
se advierte y se denuncia cómo todo esto amenaza a la democracia, y no 
sólo por los de abajo, sino en lugares como Davos, donde George Soros 
reiteró su alarma sobre los efectos nocivos del ocupante de la Casa 
Blanca, sumándose a un coro de premios Nobel, y hasta gente dentro del 
propio gobierno, incluso entre el gabinete del loco (su secretario de 
Estado supuestamente habló de él en términos de 
fucking idiot).
Esta locura ya contagió a toda la cúpula política. Nada más esta 
última semana, los republicanos intensificaron su campaña de hace tiempo
 de minar la investigación del fiscal especial Robert Mueller sobre la 
injerencia rusa en las elecciones y los posibles intentos de Trump para 
frenar la indagatoria, al acusar que hay un complot dentro de la propia 
FBI y otras partes de la burocracia permanente (a lo que llaman el 
estado profundo) para derrocar al presidente. Denuncian que desde el inicio –tal como también ha sugerido Trump– todo ha sido políticamente motivado por los demócratas.
Pero el hecho es que los principales actores en estas investigaciones
 –el presidente, el liderazgo de ambas cámaras del Congreso, el 
procurador general, el subprocurador general, el jefe de la FBI y el 
propio Mueller– son todos republicanos. El presidente está dispuesto a 
atacar a cualquiera de sus colegas, subordinados y amigos que se atrevan
 a criticarlo (ha despedido u obligado la salida de unos 15 
colaboradores en los primeros 12 meses de su gobierno, y continúan los 
rumores de que está considerando despedir o está encabronado con su 
procurador general, su secretario de Estado, el jefe de la FBI, y ahora 
hasta con su propio jefe de gabinete, entre otros). En el Congreso, 
todos saben que tienen enfrente a un presidente absurdo y obsceno, pero 
siguen en el juego, tratando de usarlo para lograr obtener todo lo que 
puedan de sus agendas.
Tenemos una Presidencia del caos y un Congreso del caos, y para oponerlo, necesitamos otro tipo de política que restaure la fe del pueblo en cuestiones públicas, incluyendo el propio Congreso, comentó recientemente el representante federal demócrata Jamie Raskin.
Todas las encuestas registran que la mayoría de este pueblo no confía
 en su gobierno, sea el presidente o la legislatura. Durante todo su 
primer año, Trump ha tenido el índice más bajo de aprobación de 
cualquier presidente en la era moderna. Este próximo martes dará su 
primer informe presidencial ante el Congreso, donde el mensaje central, 
según fuentes oficiales, será que él está 
construyendo un Estados Unidos seguro, fuerte y orgulloso. Sin embargo, según la encuesta más reciente de NBC News/Wall Street Journal, la palabra más usada por el público para calificar esta presidencia es
indignado. O sea, la mayoría no está engañada. ¿Entonces?
Según el cuento oficial de la democracia, el pueblo –y no el 
presidente ni los multimillonarios– es el rey. Supuestamente, los 
periodistas son los que tienen la responsabilidad de informar y revelar 
la verdad al público, y con ello obligar a que los 
representantesrindan cuentas al poder soberano.
Aquí, desde que llegó, el periodismo fue tachado por este rey del manicomio como 
enemigo del pueblo estadunidense, porque su régimen depende de descalificar y hasta de anular la verdad. Se entiende: algunos de los mejores momentos del periodismo en este país fueron cuando se enfrentó y derrotó al poder corrupto o abusivo con la verdad (sin olvidar que también en sus peores momentos ha hecho justo lo opuesto, ser cómplice en difundir la mentira oficial). No es accidente que la película The Post, de Steven Spielberg, saliera ahora, contando la historia de uno de esos momentos gloriosos donde un periódico se atrevió a publicar, en 1971, la verdad secreta sobre la guerra en Vietnam en el caso célebre de Los papeles del Pentágono filtrados por Daniel Ellsberg, (ejemplo y héroe para otros filtradores que deseaban dar a conocer la verdad al público en tiempos recientes, incluidos Edward Snowden y Chelsea Manning). Fueron periodistas y editores los que se atrevieron a confrontar a otro presidente que los calificó de
enemigos del pueblo, Richard Nixon, en el llamado escándalo de Watergate, cuyos fantasmas de nuevo rondan en la Casa Blanca de Trump.
Vale recordar que fue un periodista (junto con un oficial militar) 
quien finalmente frenó al senador Joe McCarthy, que periodistas de todo 
tipo –desde Frederick Douglas, Mark Twain, John Reed, John Steinbeck, 
I.F. Stone, Bill Moyers, Molly Ivins y Pete Hamill, hasta un amplio 
número de periodistas actuales– han sido fundamentales para generar 
resistencia contra fuerzas antidemocráticas a lo largo de la historia de
 este país. El periodismo sólo puede ser enemigo del pueblo si no cumple
 con su función esencial de cuestionar al poder y la historia oficial.
 
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