La Jornada 
Con la entrega de los 
últimos fusiles que permanecían en poder de las desmovilizadas Fuerzas 
Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en un acto realizado ayer en
 la localidad rural de Pondores, departamento de La Guajira (norte del 
territorio colombiano), el añejo conflicto que enfrentó a esa otrora 
organización guerrillera con el gobierno de Bogotá y que desangró al 
país sudamericano durante décadas parece haber quedado superado en 
definitiva.
En presencia del presidente Juan Manuel Santos y de la dirigencia de 
los ex guerrilleros, los rifles, que permanecían bajo custodia de una 
misión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) fue sellado en un
 contenedor. Iván Márquez, líder de las FARC, anunció en la ocasión que 
el próximo primero de septiembre se realizará el congreso fundacional de
 una nueva organización política de izquierda que posiblemente llevará 
por nombre Fuerza Alternativa Revolucionaria de Colombia, la cual 
recuperará no sólo las siglas sino también parte del ideario del 
disuelto grupo insurgente.
Culmina de esta forma un largo y accidentado proceso de pacificación 
que se inició hace más de cuatro años y que contó con la mediación de 
diversos organismos internacionales y gobiernos, particularmente el 
cubano. En ese lapso fue necesario sortear monumentales obstáculos 
inherentes a la negociación y, lo más grave, la mala fe con la que 
estamentos belicistas y ultraderechistas colombianos, encabezados por el
 ex presidente Álvaro Uribe, intentaron una y otra vez descarrilar el 
proceso negociador.
La satisfacción por el fin del desarme y la inminente inserción de 
los antiguos rebeldes en la vida política e institucional de Colombia no
 debe, sin embargo, soslayar los peligros que aún deben ser superados 
para consolidar una paz verdadera y plena en la nación sudamericana. 
Debe tenerse en mente, en primer lugar, que otra organización 
guerrillera, el Ejército de Liberación Nacional aún se encuentra en 
negociaciones con el gobierno colombiano para alcanzar un acuerdo de paz
 por separado.
Por otra parte, las autoridades tendrán que garantizar 
escrupulosamente la seguridad de los integrantes de las FARC que ahora 
se integran a la vida civil, y sobre quienes podría pender la amenaza de
 los ya referidos sectores reaccio
narios
 y paramilitares. Cabe recordar, a este respecto, que hace unas décadas 
esas fuerzas, infiltradas en los cuerpos de seguridad del Estado, 
asesinaron a miles de militantes de la Unión Patriótica (entre ellos, 
dos candidatos presidenciales, una veintena de legisladores, 70 
concejales y 11 alcaldes), un partido político surgido de la 
desmovilización de diversos frentes y grupos guerrilleros.
Finalmente, si las condiciones sociales que dieron origen y nutrieron
 durante décadas a la guerrilla –miseria, marginación, explotación 
inicua, desigualdad extrema– no empiezan a ser superadas mediante un 
esfuerzo sostenido del Estado, la guerra habrá terminado pero la 
violencia no necesariamente se extinguirá. Un ejemplo doloroso de esta 
paradoja puede verse en El Salvador, en donde tras el fin de la guerra 
civil (1979-1992) tuvo lugar un pavoroso auge delictivo.
Cabe esperar, en suma, que la sociedad colombiana logre superar los 
riesgos que aún se avizoran y que pueda consolidar una paz con justicia 
social, desarrollo, democracia verdadera y prosperidad.
 

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