La Jornada
El presidente 
estadunidense Donald Trump obtuvo ayer en la Suprema Corte una victoria 
parcial en su intento de imponer un veto migratorio contra los 
ciudadanos de seis países musulmanes y cerrar temporalmente la entrada 
de refugiados de todo el mundo. En contraste con este avance de la 
política xenófoba del mandatario, BBVA Bancomer dio a conocer ayer un 
estudio según el cual durante los primeros seis meses del año −cinco de 
ellos transcurridos con el magnate al frente del gobierno− las 
deportaciones de mexicanos se redujeron 30 por ciento en comparación con
 el mismo periodo de 2016, cuando el demócrata Barack Obama despachaba 
en la Casa Blanca.
Con la autorización judicial para reforzar de manera provisional las 
restricciones al ingreso de refugiados, el político republicano tiene en
 sus manos un instrumento para dejar fuera a un número enorme de 
potenciales migrantes, sobre todo a los pertenecientes a la fe islámica,
 pero los datos duros, como el análisis ofrecido ayer por el documento 
referido, muestran que hasta ahora no se ha producido la ofensiva 
generalizada con que Trump sedujo a sus votantes y escandalizó a la 
opinión pública mundial. Se impone una reflexión del por qué de esta 
disparidad entre el discurso de odio impulsado por el magnate desde que 
se encontraba en campaña electoral y sus acciones concretas para 
expulsar del país a los ciudadanos extranjeros.
Una posible respuesta se encuentra en que tal discurso intolerante 
haya sido articulado de manera hipócrita con fines electoreros y hoy se 
le dé continuidad como parte de una estrategia demagógica dirigida a los
 sectores más retrógrados de la sociedad estadunidense, entre los cuales
 Trump recoge a sus adeptos, mientras que el propio mandatario y su 
entorno cercano son conscientes de la dependencia que la economía 
estadunidense tiene hacia los trabajadores migrantes. Cabe recordar, a 
este respecto, las quejas de empresarios, principalmente en los ramos 
agrícola, de la construcción y de servicios, en el sentido de que ningún
 trabajador local está dispuesto a tomar las plazas dejadas por los 
migrantes –realidad demostrada en modo por demás incontestable e irónico
 en marzo pasado, cuando se reveló que el viñedo de Eric Trump, hijo del
 presidente, solicitó un permiso para contratar trabajadores extranjeros
 al no encontrar estadunidenses que quieran cosechar uvas.
Otro escenario que podría explicar esta aparente esquizofrenia
 política es que el ex presentador de televisión se vea impedido para 
ejecutar sus propósitos, debido al empantamiento que ha marcado a su 
gobierno, parálisis mostrada en derrotas tan notorias como el fracaso en
 su intento de desmantelar el sistema de salud creado por su antecesor, 
popularmente conocido como Obamacare. En esta línea deben 
considerarse también las investigaciones judiciales y legislativas en 
curso por los contactos de sus colaboradores –incluidos su hijo mayor, 
Donald Jr., su yerno y su jefe de campaña– con funcionarios rusos y 
personas vinculadas al Kremlin para obtener información que descarrilara
 la candidatura de su rival, Hillary Clinton, renglón en el que ayer 
mismo estalló un nuevo escándalo al saberse que Trump sostuvo una 
reunión furtiva con Vladimir Putin en el marco de la cumbre del G20 en 
Hamburgo.
Sea porque nunca ha tenido la intención verdadera de cumplir con sus 
promesas de campaña xenófobas o porque cuenta con márgenes de maniobra 
más estrechos de lo que admite públicamente, lo claro es que la 
administración Trump carece de dirección alguna basada en una lectura 
realista del mundo y, por el contrario, muestra un divorcio creciente 
entre sus dichos e intenciones y la realidad.
 

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