La Jornada
       
       
Es apenas natural que el señor  
  Trump presuma de tener en su gabinete a varios multimillonarios y 
agregue que, obviamente, no querría ahí a ningún pobre. Lo que debe 
preocuparnos es que muchos pobres compartan ese juicio. Los ricos lo 
serían por una aptitud personal que les daría también capacidad de 
gobernar; lo contrario se aplicaría a los pobres, que lo serían por 
ineptos.
Esta configuración aberrante de la mentalidad, que forma convicciones
 arraigadas y comportamientos generales, se aplica también a la creencia
 en una forma de gobierno supuestamente democrática, conforme a la cual 
se eligió al señor Trump y que domina actualmente en el planeta. El 
descontento con los gobiernos existentes se extiende cada vez más, pero 
no afecta esa creencia generalizada en la validez de su formación y en 
su razón de ser. Cuando se cuestiona su legitimidad puede plantearse su 
remoción con procedimientos 
democráticos, como se hizo desde Calderón en México y se hace ahora por el expediente ruso del señor Trump. Pero no se cuestiona el sistema mismo, basado en una estructura jerárquica que convierte a los ciudadanos en súbditos que ignoran su condición o no saben cómo salir de ella.
Una mentalidad desviada, la misma que hace a los ricos aptos y a los 
pobres ineptos, daría a los gobernantes el derecho y la capacidad de 
actuar como están haciendo, al servicio del 1 por ciento y no de la 
mayoría de la gente, a la que oprimen en todas las formas imaginables. 
Esa mentalidad procesa este hecho con una ilusión: el siguiente podrá 
ser mejor; usará el poder que le damos en nuestro beneficio.
Necesitamos examinar con cuidado las raíces de esa mentalidad y las 
condiciones que la hicieron posible. Por esa mentalidad, muchas personas
 depositan su fe en un líder carismático, un partido, una ideología, una
 coalición de fuerzas o cualquier combinación de estos elementos. 
Confían en que su triunfo electoral remediará nuestros males y hará 
llevadera la situación que enfrentamos. Con un buen 
proyecto de país, asesores apropiados, compromisos eficaces y, sobre todo, un dirigente honesto y capaz a la cabeza, saldremos del horror actual. Todo esto puede aplicarse sin dificultad, por ejemplo, a millones que siguen aún a López Obrador, a militantes de su partido y de otros institutos, a sesudos analistas y a prominentes intelectuales, todos los cuales comparten esa mentalidad.
Su origen está claro: la colonización. Tener esa mentalidad es 
consecuencia necesaria de la forma en que nos colonizaron. Desde hace 
mucho tiempo, en países como México, la colonización no supone 
necesariamente pérdida de soberanía política, pero nuestra 
independenciase ha vuelto cada vez más relativa… y la soberanía cada vez más ilusoria.
El origen de esa mentalidad puede rastrearse hasta la 
formación de lo que llamamos Occidente. No parece inútil recurrir a una 
formulación clásica, de Platón, que escribió en Las leyes lo siguiente:
“De todos los principios, el más importante es que nadie, sea hombre o
 mujer, debe carecer de un jefe. Tampoco ha de acostumbrarse el espíritu
 de nadie a permitirse obrar siguiendo su propia iniciativa, ya sea en 
el trabajo o en el placer. Lejos de ello, así en la guerra como en la 
paz, todo ciudadano habrá de fijar la vista en su jefe, siguiéndolo 
fielmente, y aun en los asuntos más triviales deberá mantenerse bajo su 
mando. Así, por ejemplo, deberá levantarse, moverse, lavarse, o comer… 
sólo si se le ha ordenado hacerlo. En una palabra: deberá enseñarle a su
 alma, por medio del hábito largamente practicado, a no soñar nunca 
actuar con independencia, y a tornarse totalmente incapaz de ello (…) No
 hay, ni habrá nunca, ley superior a ésta o mejor y más eficaz para 
asegurar la salvación y la victoria de la guerra. Y en tiempos de paz, y
 a partir de la más temprana infancia, deberá estimularse ese hábito de 
gobernar y ser gobernado. De este modo, deberá borrarse de la vida de 
todos los hombres, y aun de las bestias que se hallan sujetas a su 
servicio, hasta el último vestigio de anarquía”.
Esta formulación es hoy políticamente incorrecta. Nadie se atrevería a
 proponer así el sistema que se llama democracia y se disimula de mil 
maneras la condición que Platón describe. Pero todos esos velos no 
pueden ocultar el sometimiento a una estructura en que hay gobernantes y
 gobernados, unos que mandan y otros que obedecen, y menos aún ocultan 
el temor a la 
anarquía, a la resistencia a ser gobernado, al deseo profundo de gobernarse uno mismo... que es muy general.
Desde el propio Occidente, sin embargo, hace tiempo se afirma la 
resistencia a ese estado de cosas. Howard Zinn, por ejemplo, decía no 
hace mucho tiempo: 
El mundo está patas arriba, las cosas están completamente mal. No es cosa de desobediencia civil. Nuestro problema es la obediencia civil. Nuestro problema es que la gente es obediente en todo el mundo ante la pobreza, la hambruna, la estupidez, la guerra y la crueldad. Nuestro problema es que la gente es obediente cuando las cárceles están llenas de rateros pequeños mientras que los grandes rateros están a cargo del país. Ése es nuestro problema.
Ese es en verdad nuestro problema. Y no se resuelve cambiando de 
jefe, sino abandonando el sistema jerárquico, que es por cierto la 
opción que han creado desde abajo los pueblos indios que llevan 500 años
 de enfrentar la colonización.
 

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