Guatemala
 “Es más fácil transar con un marero que con un policía”,
 decía con naturalidad un funcionario del Ministerio de Gobernación. Por
 supuesto, ¡sabía lo que decía! Es más: quizá el funcionario en cuestión
 no sea un “mafioso” corrupto, miembro de una de las tantas redes de 
poderes paralelos que se anidan en los organismos de Estado. Quizá 
simplemente es un conocedor de la cultura de corrupción que campea 
victoriosa en el ministerio en cuestión, y en particular, en las filas 
de la Policía Nacional Civil.
 La población no confía en su 
policía. Nadie, en general, toma al cuerpo policial como “su” policía, 
como empleados a los que paga con sus impuestos y a quienes, por tanto, 
puede exigir que lo cuide con esmero. La idea generalizada, por el 
contrario, es que la Policía Nacional Civil no responde a las 
necesidades de la ciudadanía, es corrupta, ineficiente. Peligrosa, en 
definitiva.
 En ese marco de descontento social, y junto a una ola
 delincuencial que –medios de comunicación mediante– pareciera barrer 
toda la sociedad “teniéndonos de rodillas”, como machaconamente se 
repite, surgen las policías privadas.
 Hoy por hoy el mito de la 
eficiencia de lo privado también barre toda la sociedad. Contra la 
iniciativa privada no hay prácticamente voces críticas. Si algo es 
“privado”, en contraposición a lo “público”, eso pareciera suficiente 
garantía para ser bueno, eficiente, de calidad.
 Ahora bien: en 
este momento los cuerpos policiales privados superan ampliamente a la 
fuerza pública. Si bien los datos no son exactos (lo cual debería ser un
 indicador de algo peligroso: ¿quién controla este campo?), todo indica 
que la relación es de 5 a 1; es decir: un 500% más de efectivos a favor 
de las agencias privadas: alrededor de 30,000 efectivos de la PNC contra
 150,000 agentes privados. Pero eso, de todos modos, no garantiza la 
seguridad pública.
 El crimen, pese a ese despliegue fabuloso de 
guardias privados que inunda todo espacio imaginable (iglesias, moteles,
 tiendas de barrios, peluquerías, guarderías infantiles, clínicas 
privadas…) sigue estando presente, y la violencia cotidiana no se 
detiene. Los 15 muertos diarios que se reportan siguen siendo la cruda 
realidad del país, y el clima de violencia imperante no tiende a 
reducirse.
 El análisis objetivo de la 
situación lleva a plantearse esa paradoja: cada vez más policías 
privadas, pero al mismo tiempo, cada vez se acrecienta más el clima de 
inseguridad. ¿Por qué? La declaración de un ex pandillero, ahora músico 
profesional, da la pista: “No hace falta ser sociólogo ni analista 
político para darse cuenta la relación que hay entre el chavo marero al 
que le dan la orden de extorsionar tal sector, y el diputado o el chafa militar que después, en ese mismo sector, deja su tarjetita ofreciendo los servicios de su propia agencia de seguridad”.
 Evidentemente la ampliación al infinito de policías privadas no detiene
 el fenómeno de la criminalidad. Lo cual obliga a concluir, como mínimo,
 dos cosas: 
1) la proliferación de agencias privadas de 
seguridad es directamente proporcional al aumento de la inseguridad 
(léase: buen negocio para esas empresas, que obviamente guardan vínculos
 con la delincuencia). Dicho de otro modo: para los propietarios de esas
 agencias es indispensable el clima de violencia (son aleccionadoras las
 palabras del ex marero al respecto).
 2) El tema de la violencia 
que nos toca no se resuelve con aparatos policiales, ni públicos ni 
privados. En todo caso, esto es un problema muy complejo que implica 
abordajes múltiples. Más empleos y educación, otro tipo de oportunidades
 para todos, desarrollo humano en su sentido más amplio, es mejor receta
 que más policías armados, medidas de seguridad extremas y colonias 
amuralladas. Urge además, complementariamente, transformar la cultura de
 corrupción que se ha impuesto, lo cual significa: lucha contra la 
impunidad.
 En definitiva, los planteos punitivos marchan juntos a
 la violencia desatada, ¡y no la resuelven! En todo caso, son la 
expresión de una ideología de “mano dura”, de control social, de 
militarización de la vida civil. Transformar el país en un gran cuartel 
no evita la inseguridad. Si algo se puede hacer al respecto es prevenir 
la violencia. Y ello se logra con mejores condiciones de vida para todo 
el colectivo. 
Artículo aparecido originalmente en Plaza Pública el 26/6/17.
 

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