Ilán Semo
¿Existe realmente un pueblo múltiple?  
  ¿Un pueblo de mutantes? ¿De potencialidades que aparecen y 
desaparecen, así sea tan sólo para constatar su propia existencia, tal 
como apercibió hace ya tantos años Félix Guattari en su viaje al 
amazónico derrumbe de la dictadura brasileña en 1982? ( Véase: Micropolítica: cartografías del deseo. Madrid,
  Traficantes de sueños, 2006). En los tiempos recientes, esta pregunta 
retorna de tanto en tanto, siempre de manera intermitente para 
sorprendernos con sus destellos, sus intensidades, sus virajes 
centrífugos y su impronta efímera; con la irrepetibilidad de su escena 
y, no obstante, con la consistencia de todo lo que allana. Llamarlas 
revoluciones equivaldría a permanecer en el plano del espectáculo, en 
una semántica de equívocos prematuros. Pero tampoco se trata simplemente
 de revueltas o rebeliones sociales. Se asemejan más bien a movimientos 
tectónicos que reúnen lo irreductible, sin que nada ni nadie los 
unifique o los represente. Siempre para reiterar las insólitas 
mutaciones que ha cobrado en la actualidad la dimensión de lo político. 
Su clave es acaso, como alguna vez previó Guy Deborg, la situación. Ese 
plano en que el poder, después de repetir las fórmulas de su consenso 
perdido, se descubre desnudo, precario, como un extraño en la ciudad.
Ahora se trata de Estados Unidos. Todo comenzó el 17 de junio de 2015, en el primer rally en que Donald Trump celebraba, en Nueva Hampshire, el hallazgo de la retórica que cercenaba la distancia entre el establishment y
 una fuerza de 50 millones de electores, en su mayoría blancos y 
varones, casi siempre trabajadores relegados por la crisis de 2008 y por
 las dos administraciones del primer presidente afroamericano en Estados
 Unidos. En medio de esa muralla blanca, tres pancartas insólitas 
anunciaban que al racismo de tercera generación, fraguado en la 
fantasmagoría del muro fronterizo con México, le esperaba una 
resistencia por-venir.
En las siguientes semanas y frente a las elecciones primarias en los 
partidos políticos, se forjó lo que hasta ahí sólo existía en calidad de
 hipótesis de un libro de sociología: la comunidad latina, entendida 
como fuerza de acción y contención. El alcance del boicot contra las 
empresas de Trump sorprendió incluso a sus protagonistas. Y lo esencial:
 no los intimidó. Pero más sorprendió la agregación de esa decena de 
frentes que la misma retórica del candidato que tomó por asalto al 
propio Partido Republicano fue allanando a lo largo de 2016.
Lo que se movilizó contra Trump el año pasado durante las elecciones 
primarias fue, sin duda, la coalición que logró agrupar Bernie Sanders, 
que incluía a cientos de miles de jóvenes, en particular universitarios,
 pero sobre todo a los organismos feministas que respondieron al 
despliegue de pulsión de la misoginia como régimen de politicidad. 
Además, estaban en juego décadas de conquistas en torno al estatuto de 
las mujeres.
Una vez que Sanders decidió apoyar la candidatura de Hillary 
Clinton, que la mayor parte de su coalición rechazaba, la pregunta 
residía en cuál sería el destino del movimiento. Pronto se reveló que 
Sanders no era más que otro pasajero de una resistencia molecular que 
había cobrado una amplitud que desbordaba cualquiera de las coordenadas 
políticas del sistema. En la segunda mitad de 2016 era evidente que los 
impulsos dirigidos a bloquear o disminuir la opción de Trump habían 
congregado al más complejo y amplio de los mosaicos nacionales que tenía
 la memoria social de Estados Unidos. Desde Black Lives Mater hasta la 
Liga de los Estudiantes Musulmanes, el espectro de identidades alcanzaba
 por igual a los ecologistas, las franjas centrales de los movimientos 
de géneros y las organizaciones chicanas, incluso el movimiento 
sindical, tan raído en las décadas recientes.
En la misma noche de las elecciones, lejos de ceder, comenzó la 
tercera y más extensa etapa de la resistencia molecular. Seattle, 
Portland y seis ciudades más fueron declaradas en estado de sitio. En 
150 urbes de Estados Unidos la gente tomó las calles por cuenta propia 
en acciones dirigidas, ahora sí, contra el establishment. Porque éste ya contaba con su presidente.
Mucho antes de que Trump se revelara como esa suerte de Fool on the hill en
 lo que se ha convertido, después del medio millón de mujeres que 
marcharon el día de la inauguración en Washington (por si alguien dudara
 del factor rebelión de las mujeres), en los primeros 100 días de su 
presidencia, la sociedad recurrió a una de las más antiguas formas de 
inversión de poderes: la huelga. Sólo que la huelga se llamó Un Día sin 
Inmigrantes, Un Día sin Mujeres, Un Día sin Profesores, congregados en 
torno a una consigna: 
Éste no es mi presidente. Una consigna que movilizó recientemente a agricultores, científicos e incluso trabajadores de cuello blanco de Sillicon Valley.
La lectura de esta demanda no es sencilla: ¿qué tan lejos se encuentra de 
Éste no es mi estado? Queda por verse. Pero el centro del poder en Washington ha empezado a interpretarla de esta segunda manera. ¿O de qué otra manera se explica la prisa por desaforar a Trump a raíz del escándalo del espionaje ruso?
 

No hay comentarios:
Publicar un comentario