Con el  telón 
de fondo de dos grandes manifestaciones –una convocada por opositores, y
 la otra por partidarios del gobierno–, el presidente venezolano Nicolás
 Maduro denunció la existencia de un intento de golpe de Estado y de una
 operación deliberada para generar violencia, a raíz de lo cual se 
produjeron las detenciones de 
30 encapuchados y el jefe de una banda de choque que tenía armas y explosivos. El enfrentamiento se dio, sin embargo, entre las fuerzas del orden y los presuntos provocadores.
Ciertamente, la nación sudamericana vive preocupantes momentos de 
polarización y fractura política entre la actual fase del proyecto 
bolivariano y un conjunto de organizaciones opositoras que se han 
propuesto acabar con él, incluso si para ello es necesario dar al traste
 con el orden institucional, en el que ambas partes tienen control de 
porciones contrapuestas. Pero al margen de ese empantanado escenario 
local, la creciente injerencia externa de gobiernos, organismos 
internacionales y partidos de derecha de diversas naciones, en lugar de 
auspiciar una distensión en el país de Bolívar, alimentan y exacerban la
 división y multiplican los peligros de una espiral de violencia que 
vaya mucho más allá de incidentes aislados, como los que tuvieron lugar 
ayer, y desemboque en una guerra civil.
Ciertamente, del gobierno de Estados Unidos, ya fuera encabezado por 
Barack Obama o por Donald Trump, habría sido iluso esperar una actitud 
constructiva o cuando menos neutral en la crisis venezolana. Hace más de
 una década –desde la presidencia de George W. Bush– que el poder de la 
Casa Blanca espera el momento propicio para ajustar cuentas con un 
programa político que ha aplicado una orientación económica claramente 
distinta a la que preconiza el llamado Consenso de Washington, ha 
redistribuido la riqueza y ha recuperado la soberanía nacional sobre los
 recursos naturales, con lo cual ha afectado poderosos intereses 
corporativos locales y extranjeros.
En cambio, la beligerante actitud de varios gobiernos 
latinoamericanos ante la situación de Venezuela resulta inexcusable, no 
sólo porque se aparta de postulados de política exterior que resultan 
vitales para la región –empezando por el respeto a las soberanías 
nacionales y el de integración regional–, sino porque con ello reducen 
su propio margen de autonomía ante el neocolonialismo estadunidense. 
Esto es particular y lamentablemente cierto en lo que respecta al 
gobierno de nuestro país, el cual parece haber perdido toda conexión con
 los principios de política exterior que hasta hace pocas décadas 
distinguían al Estado mexicano como uno de los baluartes de la acción 
diplomática constructiva en la comunidad internacional.
Particularmente pernicioso es el papel que ha desempeñado en esta 
circunstancia el secretario general de la Organización de los Estados 
Americanos (OEA), el uruguayo Luis Almagro, quien ha hecho de la 
de-sestabilización en Venezuela una suerte de cruzada personal en contra
 de Maduro y del régimen chavista. Paradójicamente, la más afectada por 
la estridencia de Almagro es la propia organización que encabeza, de 
suyo afectada por una severa –y al parecer irremediable– crisis de 
credibilidad y de prestigio.
 

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