El
 desastre financiero desencadenado el año 2008, confirmó una vez más que
 la economía y el destino de los seres humanos no se pueden dejar en 
manos de corporaciones privadas. El capitalismo globalizado, a partir de
 esa crisis, tuvo el momento oportuno para introducir cambios, o al 
menos poner en movimiento algunos mecanismos de control. Sin embargo, el
 poder e influencia de esas corporaciones demostraron tener una 
dimensión superior a la imaginada.
La cumbre del G20, realizada en
 Londres a comienzos abril del 2009, reunió a jefes de Estado y de 
gobiernos, para concretar lo tratado en el encuentro preliminar de 
noviembre 2008 en Washington. Era de suponer que se adoptarían cambios 
indispensables y urgentes que permitieran poner barreras de contención 
al capitalismo salvaje, recomponer el rol de los Estados, aunque fuera 
parcialmente.
Opinaban algunos especialistas que la alternativa 
lógica era, en ese momento, desenterrar a John Maynard Keynes y sus 
teorías económicas, tomando de estas las que fueran útiles frente a la 
emergencia, y sepultar definitivamente a Milton Friedman y sus recetas 
ultraliberales.
Sin embargo, la lógica aparente fue sobrepasada, 
dejando en claro que los gobiernos no son los amos exclusivos, ni los 
portadores de atribuciones soberanas. La conclusión resultante fue la 
puesta en marcha de contramedidas, que obligan a las instituciones 
financieras a crear y mantener, desde esa fecha, un fondo de emergencia y
 dan a los Estados atribuciones limitadas para poner en marcha políticas
 de control.
Impusieron a los Estados la tarea de hacerse cargo 
del desastre, a utilizar los recursos públicos para salvar de la quiebra
 a los bancos privados, disparando de paso la deuda pública a niveles 
escandalosos y aumentando los índices de pobreza. Países como España e 
Irlanda, entre otros, que tenían un holgado nivel de reservas, se vieron
 de un momento a otro sobre endeudados, insolventes, y debieron 
endeudarse más para mantenerse en pie. Una vez más, se impuso la 
criminal política de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas.
Europa,
 que había desarrollado políticas sociales en décadas anteriores, 
combinando capitalismo de Estado con inversión privada bajo el modelo 
socialdemócrata, sometió a partir de ese momento a la población a nuevas
 políticas de ajuste. Austeridad para los pueblos, holgura para los 
capitalistas.
Los recursos para financiar guerras lejos de las 
fronteras siguen disponibles, pero no los hay para seguir pagando las 
pensiones al nivel actual, ni para reajustar los salarios. Esconden el 
hecho que el Producto Interno Bruto ha tenido un crecimiento muy 
superior a las nuevas exigencias generacionales. Y también el hecho que 
los trabajadores han creado mucha riqueza desde el fin de la Segunda 
Guerra, lo que permitió, precisamente, financiar los Estados de 
Bienestar.
El problema es que los capitales y la riqueza creada se
 han desplazado desde las arcas fiscales hacia las empresas privadas. 
Esos Estados de Bienestar europeos, destinados a demostrar que el 
capitalismo era mejor que el socialismo impulsado desde el otro lado del
 muro, viven su etapa de desmantelamiento.
Desde 1989-1990, en 
efecto, ante el fracaso de los procesos dirigidos por los partidos 
comunistas, en la Unión Soviética y países del Este europeo, los 
liberales de occidente pasaron a la ofensiva. Han llegado a ser 
dominantes en el control de parlamentos y gobiernos, conscientes y 
haciendo conciencia dentro de su clase social que ya no hace falta 
mostrar que el capitalismo europeo es mejor que el socialismo soviético.
Hoy
 tenemos una Europa liderada por liberales de diferentes signos, por 
empresas multinacionales y sus lobistas, y gobernada por instituciones 
burocráticas como la Comisión Europea, el Consejo Europeo y el Banco 
Central Europeo. La democracia liberal va asumiendo camufladamente 
formas dictatoriales, aunque formalmente se mantienen vigentes los 
mecanismos tradicionales de la democracia burguesa occidental.
La 
población ejerce el derecho a voto, pero no elije ni decide. De todas 
las instituciones de la Unión, solamente el Parlamento Europeo es 
elegido por la población; sin embargo, sus atribuciones y competencias 
son consultivas y cada vez menos legislativas.
Sin embargo, este proceso autoritario no está exento de contradicciones.
No
 es novedad el surgimiento de movimientos nacionalistas. Pero llama la 
atención que son los movimientos socialdemócratas, verdes, 
cristianodemócratas y liberales quienes mantienen su fidelidad con el 
proyecto de la Europa liberal, dejando que el descontento sea canalizado
 a través de movimientos ultraderechistas, nacionalistas y racistas. A 
lo que se suma la ausencia de una alternativa popular capaz de modificar
 la correlación de fuerzas.
Los partidos de izquierda son débiles 
frente al liberalismo socialdemócrata y de derecha, y los movimientos 
sociales hacen intentos de mantenerse a flote y resistir la ofensiva 
patronal. La actual Unión Europea neoliberal aleja progresivamente de la
 mente colectiva el concepto de bienestar social.
No es novedad el
 Brexit. Este responde a, y se corresponde con, los intereses políticos y
 económicos de un sector del capitalismo británico. Para imponer esta 
alternativa, han creado en la población la sensación colectiva de 
defensa de la soberanía y de independencia frente a un poder europeo 
centralizado y autoritario. El Reino Unido necesita del mercado europeo,
 pero no necesita someterse a las reglas burocráticas de la UE.
Pronto,
 apenas completen las formalidades del divorcio, abrirán sin duda 
negociaciones bilaterales para un nuevo acuerdo comercial, de inversión y
 de aranceles. A fecha de hoy, comienzo de febrero de 2017, la 
declaración de intenciones está hecha, orientada a mantener abiertas las
 fronteras para la libre circulación de capitales y mercancías, pero 
cerradas para la libre circulación de personas.
Tampoco es novedad
 que las potencias dominantes dentro de la UE no hayan usado la amenaza 
ni el boicot contra el separatismo británico. El Reino Unido es un 
hermano mayor y es tratado como tal. Muy diferente al tratamiento dado a
 los hermanos pobres de la Unión, especialmente a Grecia, que en un 
momento crítico quiso hacer uso del soberano derecho de decidir sobre su
 política interna. Su osadía despertó a los pueblos europeos, que 
creyeron llegado el día para soñar despiertos. El desenlace ha dejado 
una sensación de frustración continental. Ha sido aplastado y enterrado 
un sueño compartido por millones de personas: que otra Europa era 
posible.
El caso griego, en efecto, sigue teniendo actualidad 
política y académica, en la medida que constata que la democracia 
burocrática europea tiene dos parámetros para tratar casos similares, 
pudiendo ser autoritaria a conveniencia.
El gobierno de Alexis 
Tsipras quiso recuperar soberanía, y poner en práctica un programa 
social que entró en choque frontal con la política de austeridad de la 
UE. Esa confrontación, y su desenlace, es lo que sigue siendo materia de
 estudio y debate.
Es posible afirmar que el gobierno de Tsipras 
no tuvo la entereza necesaria para mantenerse firme frente a la 
agresividad imperial. Un gobernante, aparte de líder político, debe ser 
al mismo tiempo un estratega. Ser consciente, por tanto, que en una 
confrontación internacional puede estar involucrada el uso de la fuerza,
 o la amenaza de usarla, sea esta militar o económica. Quien se arma 
está dispuesto a combatir.
Pues bien, en el momento de mayor 
tensión, el gobierno de Alexis Tsipras mostró frente al mundo entero un 
arma poderosa y no fue capaz de usarla. O no pudo. No la usó. El 
referéndum nacional, con más del 60% de aprobación, mostró que la 
población griega estaba dispuesta a pasar pellejerías junto a su 
gobierno, que colectivamente las penurias son menos dolorosas, y que en 
algunos años remontarían; que el sacrificio bien valía la pena. Sin 
embargo, vino la rendición. Quedó instalado un sentimiento amargo. Y la 
duda de si el combate pudo llevarse más lejos, sin retirarse antes de 
dar batalla.
Si cambiamos de continente, cabe preguntarse si fue 
una novedad, o más bien una sorpresa, la elección del nuevo presidente 
de los Estados Unidos. Pues sí que lo ha sido. No era esperable el 
triunfo de una política proteccionista en la cabeza del imperio ultra 
liberal. Los dioses del libre mercado sacan a relucir un nuevo 
catecismo. Aunque la tendencia se abrió con el Brexit, dando a los 
países de Europa los primeros indicios, ha sido excesiva la sorpresa, el
 anuncio que declara obsoleto el actual andamiaje.
Las burguesías 
europeas no imaginaban ni deseaban un cambio de curso, a tal punto que 
hasta en las escuelas primarias hicieron propaganda política, señalando a
 los niños que la señora Clinton era mejor que el señor Trump. Las 
grandes coaliciones, los tratados de libre comercio, la Otan y otras 
instancias internacionales, entran en suspenso.
A pesar de los 
gigantescos poderes interesados en darle larga vida al modelo vigente, 
en el propio nido de la gran burguesía de Estados Unidos ha surgido la 
urgencia de adaptar su estrategia ahora, antes que sea demasiado tarde, 
antes de pasar de superpotencia hegemónica a un segundo plano. En 
concreto, su alternativa señala que la expansión imperial a través de 
las guerras de agresión ha cerrado su ciclo.
No es el abandono de 
su política guerrera, más bien una precisión, que ponga freno a las 
aparentes victorias que solamente han servido para esconder desastres. 
Tal como hicieron los británicos para convencer a la población sobre la 
conveniencia del Brexit, los magnates estadounidenses convencen a su 
población de la conveniencia de fortalecer al imperio a través de una 
estrategia que contemple “mayor desarrollo interno y menos desastres 
externos”.
Donald Trump no es ningún genio, pero sí un 
representante genuino de esa clase social. Su discurso aglutinador 
entusiasma a los trabajadores empobrecidos, que fueron la carta de 
triunfo en esta primera etapa. No pasará mucho tiempo para saber la 
verdad y conocer las medidas concretas. Si el plan del nuevo gobierno 
contempla la repatriación de empresas y capitales deslocalizados en 
países de bajos salarios, sin duda les darán incentivos para hacerlo.
Los
 incentivos infaltables son dos: disminución de impuestos y bajos 
salarios. Los europeos han avanzado bastante en esta área, disminuyendo 
las cotizaciones sociales patronales, disminuyendo el monto de capital 
en la formación del salario; eliminando una serie de impuestos 
indirectos, y congelando los salarios. De esta manera, las burguesías 
europeas han pretendido convencer a la población que habrá incentivo a 
la creación de empleo, maniobra destinada a sofocar el descontento y la 
protesta social.
El plan norteamericano, sin excusa, deberá 
garantizar la creación de empleo, de lo contrario todo será un fracaso. 
Los Estados Unidos tienen demasiadas empresas deslocalizadas. Las 
necesita instaladas en territorio propio, al menos una parte, para 
acrecentar la recaudación de impuestos, para multiplicar las 
cotizaciones sociales, y para aumentar el consumo interno de la 
población. Pilares básicos de una economía proteccionista, y de un 
Estado fuerte, que en su despliegue pretenderá debilitar las economías 
de países como China y la India, en primer lugar, y otros productores de
 bienes industriales de alto consumo.
A la alta burguesía 
estadounidense no le es indiferente el hecho que China ha pasado a ser 
la primera potencia comercial del planeta. La burguesía comunista china 
ha mantenido un sistema económico mixto, dentro de un capitalismo de 
Estado que centraliza las empresas estratégicas, privatiza sectores de 
la industria y servicios y facilita una apertura controlada a los 
capitales extranjeros. Sus cifras de crecimiento económico son la 
envidia de otras potencias, aunque nuestro planeta sienta ganas de 
llorar, porque a ese nivel de exigencia económica se hace indispensable 
destruir ecosistemas para obtener materias primas a gran escala.
Tampoco
 le es indiferente que Rusia haya sido capaz de pararse frente a ellos 
en Medio Oriente, y les haya llevado a dos derrotas claras en los 
últimos tiempos. Este país ha ido superando la recesión económica 
interna y sobreponiéndose al boicot internacional (que de paso ha dañado
 más a las economías europeas, especialmente a los exportadores 
agrícolas, quienes han popularizado un lienzo que todavía se puede leer 
al borde de una carretera belga: “Políticos, ¡devuélvannos a los Rusos!”
La
 gran burguesía estadounidense ha podido ver cómo Rusia ha puesto en 
marcha una diversificación de su política comercial, sobretodo a través 
de un acuerdo estratégico con China y otros países asiáticos. Y sin 
recurrir a la guerra como medio de expansión económica. Lo que no impide
 que refuercen su poderío tecnológico-militar, ni que desplieguen 
fuerzas militares en zonas estratégicas.
Luego, ha puesto especial
 atención al proceso de crecimiento hacia adentro, a través de una 
política planificada de exploración, inversión y explotación de recursos
 energéticos y mineros en regiones vírgenes o poco explotadas. Y a nivel
 político-estratégico, Rusia deja en evidencia que la dominación a nivel
 planetario no puede seguir siendo unipolar.
No es casualidad que 
en estos momentos se negocie el fin de la guerra en Siria, sin 
participación de la “coalición occidental”, excepto Turquía, miembro de 
la OTAN, que ha llegado a ser protagonista con “certificado de 
legitimidad” a partir de agosto del 2016, invitada por la coalición 
opositora siria, una de las fuerzas beligerantes reconocidas.
Los 
movimientos de piezas en el tablero mundial contienen tendencias más o 
menos previsibles. El efecto sorpresa demuestra simplemente que no 
existe un movimiento consensuado ni menos coordinado a nivel global. 
Aparece más bien con perspectivas de conflicto intra-imperial.
Estas
 maniobras estratégicas unilaterales pretenden superar deficiencias 
estructurales , fortalecer las fuerzas propias, en este momento de 
Estados Unidos y el Reino Unido, debilitar a competidores y rivales, sin
 descartar ataques destructores contra “enemigos inmediatos”, para pasar
 posteriormente a una etapa de recomposición de alianzas.
En lo 
inmediato, el gobierno del señor Trump ha declarado la guerra total 
contra el Estado Islámico y el jihadismo musulmán. Sin duda para cerrar 
un capítulo trágico que ellos abrieron. Mucho se ha escrito y mucho es 
conocido en relación con este tema. Baste, en esta crónica, destacar la 
declaración de un alto funcionario de la seguridad francesa, indicando 
que sus investigaciones son secretas, sin embargo, públicamente puede 
decir que han llegado a la conclusión de que “el Estado Islámico tiene 
muy poco de Estado y de islámico menos”.
Y podemos agregar lo 
ocurrido luego de la reconquista de Alepo, donde fueron tomados 
prisioneros compañías completas de oficiales norteamericanos, europeos y
 agentes y militares israelíes.
Para concluir, se puede afirmar 
que dentro del imperialismo ha comenzado un proceso de repliegue, 
abriendo una etapa de reordenamiento de fuerzas con perspectivas todavía
 inciertas, en la medida que esta estrategia se impone en sus inicios 
sin un amplio consenso. La interrogante inmediata es si el conjunto de 
las fuerzas políticas, sociales y poderes económicos de la burguesía 
estadounidense estará disponible para “dejar hacer”, hasta las 
siguientes elecciones; o para abrir un periodo de confrontación 
interburguesa.
Y la otra interrogante es si el nuevo esquema 
estratégico se corresponde con un proyecto realizable, habida cuenta que
 surge en una etapa que difícilmente se puede caracterizar de crisis de 
desarrollo.
Crónica de Flandes
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