Raúl Zibechi
La tormenta se acerca. 
 Los oscuros nubarrones que se avistaban en el horizonte se convierten 
en ráfagas de viento; estallan los relámpagos que anuncian la inminencia
 de la tempestad. La discusión sobre si se viene una tormenta o no deja 
de tener importancia ante la urgencia de definir cómo actuar ante 
situaciones de emergencia. Este es, a grandes rasgos, el mensaje que nos
 deja 2016, el año en que comenzaron a sentirse los primeros signos de 
lo que ya está aquí.
Podemos incluso enumerar algunas de las características que asume esta tormenta. El triunfo del Brexit
 en Reino Unido, el crecimiento de las extremas derechas y del racismo 
antinmigrante, con la posibilidad de que ganen el gobierno en Francia, 
son algunas de sus principales manifestaciones europeas.
El golpe de Estado fracasado en Turquía y la creciente 
desestabilización de Medio Oriente, donde la violencia es el modo casi 
único de resolución de los conflictos. La intervención de todas las 
potencias en el escenario más caliente del mundo, incluidas Rusia y 
China, en defensa de sus intereses nacionales. La terrible y silenciada 
guerra en Yemen, donde Arabia Saudita perpetra crímenes de lesa 
humanidad sin que Occidente levante la voz.
Triunfo de Donald Trump y viraje antichino en Washington, con grandes
 posibilidades de que se produzca un conflicto mayor en el Mar del Sur 
de China, escenario estratégico donde transcurre la mayor parte del 
comercio exterior de la potencia asiática y navegan los grandes barcos 
que le suministran petróleo. La 
ventajadel triunfo de Trump es que impide ocultar la decadencia estratégica y la debacle moral de la superpotencia.
En América Latina, 2016 fue el año en que las derechas se hicieron 
con el gobierno en dos países claves: Argentina y Brasil. La paz en 
Colombia es asignatura pendiente, toda vez que la firma del acuerdo 
entre el gobierno y las FARC no impide que los militantes sociales sigan
 siendo asesinados, superando con mucho el centenar de muertos en los 
años recientes. En Venezuela se cruzan la voluntad destituyente de la 
oposición con la incapacidad del gobierno de estabilizar el país.
El giro conservador es apenas coyuntural. Lo fundamental es que los 
gobiernos pierden legitimidad y la estabilidad se evapora a velocidades 
impensables años atrás. Crisis de legitimidad que se ven agravadas ante 
la persistencia de crisis económicas y el aumento de la ya gigantesca 
desigualdad.
En cada uno de estos escenarios los sectores populares son los más 
afectados. Sin embargo, estamos apenas ante la primera parte de la 
tormenta que, fuera de dudas, se profundizará en los próximos años. 
Quisiera comentar tres aspectos de esta tempestad que puede enterrar el 
capitalismo, pero que se cierne también como una terrible amenaza sobre 
los pueblos.
La primera es que estamos ante una tormenta sistémica, que no es 
coyuntural. No es una crisis que será superada con la introducción de 
algunos cambios para que todo vuelva a la normalidad. Por lo tanto, las 
soluciones serán sistémicas o todo seguirá igual. El modelo 
extractivo/cuarta guerra mundial ha erosionado a los estados nación, ha 
desorganizado las sociedades, evaporado las autoridades y dislocado 
todas las variables del sistema mundo, incluidos los partidos de 
izquierda y los sindicatos.
Esto quiere decir que ya no podremos apoyarnos en las viejas 
instituciones legadas por un sistema mundo también desarticulado, sino 
que debemos abocarnos a crear otras nuevas, capaces de sostenerse y 
navegar en este periodo de agudas tormentas. Como siempre sucede, las 
culturas políticas son muy resistentes a los cambios y se niegan a ser 
desplazadas por lo nuevo.
A su vez, lo nuevo es a menudo poco consistente o es considerado 
escasamente útil por las viejas culturas necróticas; pero este 
desencuentro es inevitable, forma parte de la tormenta en curso y no 
habrá de ceder por un buen tiempo. Por lo tanto, habrá que tener mucha 
paciencia para no responder con crispación a las provocaciones.
La segunda cuestión es una pregunta: ¿quién nos va a proteger ahora 
que los estados y las instituciones del sistema mundo son incapaces de 
hacerlo? Es una interrogante que se formuló hace dos décadas Immanuel 
Wallerstein y mucho se ha avanzado en esa dirección, aunque aún es 
insuficiente. La respuesta es: nosotros y nosotras, con nuestras propias
 fuerzas, siempre que estemos organizados. O sea, en colectivo.
En este sentido, deberíamos reflexionar sobre los derechos humanos. 
Ningún estado, ninguna institución, ningún gobierno va a defender la 
vida de los de abajo. O porque no quieren o porque no pueden. O por 
ambas cuestiones a la vez. En México, por ejemplo, los familiares y 
amigos de los 43 de Ayotzinapa saben que no se hará justicia. El 
razonamiento es bien sencillo. Si fue el Estado el responsable de las 
desapariciones, no puede ser ese mismo Estado el que haga justicia. 
Hacer justicia es superar las causas de la política de genocidio. O sea,
 poner fin a la cuarta guerra mundial/acumulación por despojo.
La tercera cuestión radica en el cómo. En los caminos que vamos a 
emprender para superar esta tormenta. Es, por tanto, una cuestión de 
largo aliento, estratégica o como se quiera denominar. Pero las 
estrategias no se inventan. Se trata de sistematizar lo que hacen los 
pueblos para sobrevivir.
Lo que vemos es un doble trabajo consistente en resistir y crear, en 
defenderse de los jinetes de la muerte y en recrear y reproducir la 
vida. No es algo novedoso, sino el sentido común de los pueblos a lo 
largo y ancho del mundo. Desde Rojava hasta Chiapas, pasando por donde 
se pueda imaginar, se resiste y se crea o, si se prefiere, se resiste 
creando con base en la organización colectiva.
La autonomía es, por lo tanto, un imperativo de las circunstancias, 
no una mera opción de tal o cual corriente ideológica. Si no somos 
autónomos, no podremos construir ni resistir. Hoy más que nunca, la vida
 es sinónimo de autonomía.
 

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