La Jornada 
David Brooks
Los milagros no caen 
del cielo, se hacen en la tierra con sueños, puños y amor. A veces se 
desvanecen, o se distorsionan, a veces permanecen; dependen de los 
veladores, los serenos, de esos milagros. Y dependen de nuestra memoria 
colectiva, que nos reta a tener la estatura para defender, proteger y 
respetar esos milagros. No hay mayor crimen que extinguir un milagro.
No tengo la capacidad lírica o analítica para abordar qué significa 
la muerte de una figura como Fidel y su insistencia en los milagros, en 
su audacia necesaria para desafiar a los que buscan que todos nos 
sometamos sólo a lo posible. Pero su muerte y, ese mismo día, la de 
nuestro amigo Bernardo Álvarez Herrera, me detona la necesidad urgente 
de intentar ponderar en voz alta eso de los milagros colectivos.
Hay gente que sabe crear milagros colectivos. Construirlos, 
alimentarlos y defenderlos. Casi siempre lo hacen a un gran costo 
personal, pero uno jamás se entera. No se sabe si ni ellos lo saben. 
Crear algo colectivo es lo más difícil en este mundo, que suele estar 
dedicado a destruirse. Nada es más fácil que destruir, y casi siempre –y
 desafortunadamente esto es hasta común entre los que se dicen 
progresistas– se hace con justificaciones retóricas expresadas en un 
vocabulario disfrazado de lo opuesto, de la defensa de los derechos y la
 justicia y libertad. Eso es muy fácil y tiene efectos trágicos cuando 
derrumba algo creado de la nada, de lo imposible, de puro corazón y fe 
inquebrantable en los demás. Justo por ello, toda creación colectiva es,
 por eso, un milagro.
Bernardo, más allá de sus talentos como diplomático, era un creador 
de y para el colectivo. Atrevido y amante de la vida, de su sabor, su 
música y los sueños colectivos. Por eso era un gran amigo de cualquiera 
que él sospechaba –y lo sospechaba de demasiados, pero sólo por ello al 
hacerlo los elevaba– compartían ese amor. Les contaba cuentos y dichos e
 historias y, con un cuatro o guitarra en las manos, les cantaba 
canciones de su país o de México (amaba la música y la cultura mexicana,
 la última vez que lo vi estaba cantando Juan Charrasqueado), y
 los invitaba a sumarse a la creación de algo colectivo. No aguantaba la
 soledad. Se rebelaba contra ella y con ello jalaba a otros de sus 
aislamientos. Aun cuando uno no quería.
Coqueteaba con todos y de repente armaba complicidades para crear milagros y defender otros a pesar de las derrotas, sin parar.
Lo conocí cuando era embajador en Washington de uno de los más 
grandes y nobles experimentos populares en tiempos recientes, asignado a
 ser representante de un sueño bolivariano socialista en salsa de 
Miranda y Martí en el mero ombligo del proclamado enemigo de ese sueño. 
Una de mis primeras preguntas fue por qué Hugo Chávez hacía cosas tan 
locas que podrían ser contraproducentes para la relación con Washington y
 otros países. Me respondió que si yo pensaba que el mundo como estaba 
era lógico, que si las políticas de Washington eran razonables; ante 
ello, preguntó, para qué sirve 
portarse bien, mejor decir las cosas como eran.
Vale recordar que Chávez y su equipo, incluido Bernardo, y su 
pueblo, encabezaron un desafío sin precedente al proyecto hegemónico de 
Estados Unidos en el hemisferio, y triunfaron. Con una pala en la mano, 
Chávez proclamaría que los pueblos latinoamericanos a través de sus 
gobiernos progresistas llegaron para enterrar el proyecto neoliberal 
denominado el 
consenso de Washington, y eso marcó el funeral del Acuerdo de Libre Comercio de las Americas (ALCA).
Pero la política hacia Estados Unidos no se limitó al enfrentamiento 
con Washington. Bernardo, como embajador de Chávez, fue uno de los 
arquitectos y, más difícil aún, implementador, de una de las políticas 
más novedosas hacia Estados Unidos. Mientras enfrentaban abiertamente 
políticas intervencionistas de Washington, a la vez ofrecían una 
política de solidaridad concreta con el pueblo de Estados Unidos. En el 
caso de Venezuela, esto se expresó con calor: desde abrazos culturales 
extraordinarios (para empezar por la música, con su corona, la Orquesta 
Sinfónica Simon Bolívar) hasta la calefacción para los más pobres.
Álvarez, siempre inquieto, viajó extensamente por este país, sobre 
todo a las zonas más marginadas, lugares que ningún otro diplomático 
latinoamericano ha visitado, y desde ahí, en nombre de un pueblo y líder
 desconocido, ofreció millones de dólares en combustible para la 
calefacción de los pobres en los inviernos de este país. Esto sucedió en
 las sombras de ciudades riquísimas como Nueva York, en comunidades 
olvidadas como reservaciones indígenas en el noreste y el medio oeste, y
 hasta en comunidades de Alaska. 
No conozco a ese señor Chávez, pero le quiero dar un gran abrazo a él y a su pueblo, comentaba una abuela a Bernardo en el sur del Bronx al recibir la solidaridad.
Bernardo, más allá de sus actividades diplomáticas formales, también 
logró crear solidaridad –de la verdadera– en todos los niveles de 
Estados Unidos, desde intelectuales y artistas hasta sindicalistas, 
desde líderes sociales latinos y afroestadunidenses hasta estudiantes y 
empresarios (incluso petroleros). No temía decir sus verdades. Gozaba 
más que nada buscar, entre el humor (aunque a veces con chistes 
malísimos) y la disciplina de sus tareas oficiales, crear, impulsar y 
defender lo más frágil y delicado: la creación de milagros colectivos.
Mucho de esto, lo de Bernardo y su pueblo, ni hablar lo de Cuba, y lo
 de Estados Unidos, ha sido registrado durante más de tres décadas por 
este periódico que de eso mismo nace, de un milagro colectivo.
Los que saben crear milagros colectivos regalan no el milagro en sí, 
sino algo aún más excepcional: la invitación a crear y forjarlos con 
ellos. A los que tenemos la gran fortuna y el gran privilegio de ser 
participantes en ellos, nos toca decidir cada día si defenderlos o no. 
Los enemigos de los milagros colectivos –los que gozan de insistir en 
que todo eso es imposible– esperan cada día ver qué decidimos. Ante tal 
decisión, no hay neutrales.
“Lo imposible es posible… los locos somos cuerdos”. José Martí.
 

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