León Trotsky murió 
asesinado el 21 de agosto de hace 76 años, y en esos tres cuartos de 
siglo transcurridos tuvimos que enfrentar desarrollos no previstos ni 
por él ni por nadie en la izquierda mundial ni en la propia derecha 
pensante, y la lucha por superar al capitalismo se hizo más larga y 
tortuosa.
El derrumbe del nazifascismo, en efecto, no condujo a una revolución 
socialista europea, sino a la reconstrucción del capitalismo europeo con
 conducción estadunidense. La política de Yalta-Potsdam, de salvaguardia
 del capitalismo en Europa occidental seguida por Stalin (que se limitó a
 formar una zona tapón en Europa oriental, manteniendo en el poder a 
reyes y presidentes capitalistas), revivió también a la 
socialdemocracia, agente del capital en el movimiento obrero.
De la guerra tampoco salió una Unión Soviética democratizada, y en 
lucha por el socialismo no hubo el esperado derrumbe del estalinismo. 
Por el contrario, destruida en las purgas y los campos de concentración 
árticos, toda oposición socialista revolucionaria fue controlada por los
 partidos comunistas, el estalinismo frenó y canalizó la voluntad de 
cambio social de los trabajadores griegos, italianos y franceses y creó 
enormes partidos conservadores de masas.
Stalin practicó la 
coexistencia pacíficacon los gobiernos imperialistas y eso hizo que las revoluciones democráticas y nacionales de independencia fueran canalizadas, en los países dependientes de Inglaterra, Holanda, Bélgica, Francia, aliados de la Unión Soviética, por direcciones burguesas o de clase media (Gandhi, Nehru, Soekarno, Perón o Nasser) o por partidos comunistas como el chino o el vietnamita allí donde la resistencia al imperialismo japonés (aliado del nazifascismo) transformó a los núcleos comunistas en partidos de masa.
A partir de 1948, con la llamada guerra fría, promovida por 
el imperialismo estadunidense que se había fortalecido y enriquecido con
 la Guerra Mundial que no tocó su territorio, inició una reconstrucción 
profunda y una americanización de Europa occidental (que duró 
tres décadas) y, al mismo tiempo, un periodo de guerras y matanzas 
(Corea, Vietnam, asesinato de Lumumba en el Congo, aniquilamiento de 
medio millón de comunistas en Indonesia, guerras colonialistas francesas
 en Indochina, Madagascar, Túnez y Argelia).
Los partidos comunistas, en todas partes del mundo, se convirtieron 
en poderosos instrumentos conservadores del orden y de los gobiernos 
capitalistas y eso dio espacio a direcciones nacionalistas 
revolucionarias (Bolivia, 1952; Egipto, 1952; México, con el general 
Henríquez Guzmán, 1952; Guatemala, 1954; Argelia, 1954-62), y la misma 
revolución cubana (1957-59) contra la dictadura de Fulgencio Batista, 
agente de Washington al que el Partido Socialista Popular (comunista) 
había dado cuatro ministros.
La guerra mundial más atroz hasta hoy conocida no provocó una 
revolución socialista, aunque acabó con el colonialismo y cambió el 
mundo. El estalinismo vacunó contra la misma palabra socialista a
 centenares de millones de personas que creyeron sinceramente que la 
Unión Soviética, los partidos comunistas o los gobiernos dirigidos por 
el estalinismo eran socialistas y lo que era una esperanza dejó de 
serlo. Por último, a partir de los 80 se derrumbó la burocracia 
soviética, desaparecieron los partidos comunistas de masa y el 
capitalismo conquistó la ex Unión Soviética, China y Vietnam sin 
disparar un cañonazo.
En cuanto a la Cuarta Internacional, creada por Trotsky para 
preservar el socialismo revolucionario prostituido desde el Kremlin, no 
creció ni fue el núcleo del partido nundial de la revolución socialista,
 como esperaba Trotsky, aunque en algunos países mantiene pequeños 
partidos activos en los movimientos de masas. El capitalismo, después de
 la guerra, creció y se expandió pese a todo, pero desde los 80 entró en
 una crisis prolongada que amenaza transformarse –si no lo superamos– en
 una larga degeneración agónica en la barbarie, con catástrofes 
sociales, económicas y ecológicas jamás vistas.
Pero del marxismo de Marx, Lenin y Trotsky, que lucha por la 
democracia autogestionaria, los consejos obreros y la revolución para 
superar el capitalismo, sigue siendo válida la confianza en que los 
sistemas de explotación y dominación tal como nacen, mueren.
La experiencia y los desastres del siglo pasado enseñan que el 
internacionalismo es lo único que permite superar un sistema mundial 
como el capitalismo, y que es indispensable unir la lucha por la 
democracia social y por la liberación nacional con el combate por la 
eliminación de la opresión y la dominación de unos pocos sobre casi toda
 la humanidad.
Esa lucha no pasa solamente por las elecciones y las instituciones 
estatales, sino que es ideológica y social contra el poder del capital y
 de su Estado, creando elementos de poder popular o conciencia sobre la 
necesidad de los mismos.
La independencia política de los trabajadores, la convicción de que 
no hay salvadores supremos y de que sólo podremos contar con los que 
conquistemos con la lucha son también legados de Trotsky (y de Lenin y 
Marx). Las burguesías nacionales y sus agentes capitulan siempre ante el
 imperialismo. Son los trabajadores los que pueden y deben aportar una 
solución radical al problema de los campesinos, al desarrollo 
independiente y contra las trasnacionales.
Es necesario para ello que vayan más allá de su defensa corporativa y
 esgriman un programa nacional de transformaciones democráticas y 
sociales en todos los campos, teniendo en cuenta la posibilidad de 
alianzas internacionales. Si por razones tácticas debiesen en esa lucha 
combatir junto a movimientos o direcciones nacionalistas burguesas, se 
debe golpear juntos, pero marchando separados, sin jamás dejar la 
iniciativa en manos de aliados inseguros y marcando constantemente la 
diversidad de objetivos finales, para ganar la confianza de los 
trabajadores al mismo tiempo que se les educa políticamente.

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