Marcos Roitman Rosenmann
Son muchas las 
novedades que se han incorporado en las dinámicas políticas para 
revertir los triunfos electorales de la izquierda en América latina. 
Ante la experiencia de los golpes de Estado tradicionales, cuyo saldo 
durante la guerra fría no fue desdeñable, tanto por el número 
como por la violencia extrema que les caracterizó, la derecha se ha 
decantado por una perspectiva menos cruenta en vidas humanas. El juicio 
político ha sido una de las variables utilizadas para dar salida 
constitucional a sus crisis de legitimidad.
Sin embargo, tal opción, recogida en algunas constituciones de la 
región, ha servido, igualmente, para dirimir conflictos entre facciones 
de la clase dominante. El caso de Collor de Mello en Brasil (1992) y 
Carlos Andrés Perez en Venezuela (1993) son dos ejemplos que permiten 
situar el problema. En ambos, la acusación se centró en demostrar la 
malversación de fondos públicos, el lavado de dinero o el 
enriquecimiento personal; en definitiva, se imputó el carácter corrupto 
de los dos presidentes. Carlos Andrés Pérez fue acusado de 
uso dolosode 17 millones de dólares de fondos reservados para apoyar a la presidenta de Nicaragua Violeta Chamorro, y Collor de Mello por demandar sobornos a industriales y empresarios a cambio de favores políticos.
Las dos acusaciones se pueden interpretar como un lavado de cara del 
régimen para mantener el control del proceso político. El juicio 
político o impeachment no fue una propuesta tendente a cambiar 
la dirección de la política económica, social, étnica o cultural. Fue 
una acción de bajo perfil. No se cuestionaba el régimen ni se aludía a 
un cambio de ciclo. Era una pelea doméstica. Los objetivos, dar salida a
 crisis institucionales, aumentar la credibilidad política de una élite 
desgastada por los escándalos y frenar el descontento popular, 
consecuencia de las reformas neoliberales de primera generación. Se 
pueden catalogar como una catarsis depurativa, al tiempo que una 
demostración de fortaleza del orden constitucional, dizque democrático. 
La estabilidad, legitimidad y vigencia de las instituciones no estaba en
 juego, el blanco era la persona en cuestión y debilitar el partido 
político al que pertenecían los acusados, a fin de situarse en mejor 
posición de salida en las siguientes elecciones presidenciales.
En Venezuela, Carlos Andrés Pérez fue encarcelado y tras los 
interinatos de Octavio Lepage y José Ramón Velásquez, en las elecciones 
presidenciales de 1993, Rafael Caldera, ex presidente 
conservador-demócrata cristiano, fue elegido sin grandes contrapesos. 
Collor de Mello dimitió para evitar el bochorno y fue sustituido por su 
vicepresidente, Itamar Franco, hasta el final del mandato. De las 
siguientes elecciones emergerá la figura del socialdemócrata Fernando 
Henrique Cardoso.
La derecha se benefició de esta 
limpiezapara asegurarse la continuidad en el poder. La izquierda no era un problema, al contrario, se encontraba sumida en un debate de identidad, bajo una crisis de identidad y sobre todo de derrota política. Pero la historia reciente nos ubica en otro escenario. Los triunfos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador dieron un vuelco al escenario político. La izquierda y el llamado ciclo de los gobiernos progresistas donde se incorporarían Lula en Brasil, Kichner en Argentina, Tabaré Vázquez en Uruguay, los sandinistas en Nicaragua, Martín Torrijos en Panamá y Leonel Fernández en República Dominicana, supuso, en la primera década del siglo XXI, un cambio en la perspectiva de los gobiernos latinoamericanos. Se llegó a plantear una nueva era de gobiernos populares e incluso se teorizó sobre el
socialismo del siglo XXI.
En este contexto, el juicio político se ha transformado en un arma 
desestabilizadora. Nos referimos a la utilización espuria del impeachment con
 el fin de derribar, revertir procesos de cambio social, progresistas, 
democráticos y de izquierda. En este sentido, el juicio político ha 
servido para, en los casos de Paraguay (2012) y Brasil (2016), abrir la 
puerta a una contrarrevolución. En Honduras, dado que ni el Parlamento 
ni la Corte Suprema de Justicia tenían atribuciones para abrir un 
proceso de impeachment, la detención, extradición y destitución
 del presidente Manuel Zelaya se interpretó directamente como un golpe 
de Estado y su presidente Roberto Micheletti como un presidente de facto.
 En Venezuela, por el contrario, se busca mediante firmas convocar a un 
referendo revocatorio, mecanismo constitucional para la destitución del 
presidente. En este sentido, el objetivo desestabilizador es aumentar el
 grado de malestar y violencia para lograr el objetivo final: la ruptura
 institucional del orden legítimo.
En conclusión, el juicio político en América Latina está siendo 
utilizado por la derecha, de forma torticera para romper la voluntad 
popular y hacer posible en los tribunales, el congreso y el senado lo 
que no pueden conseguir en las urnas: ganar elecciones sin cometer 
fraude. Nuevamente, nuestras burguesías se quitan la careta democrática y
 se comportan como siempre lo han hecho, negando las libertades y los 
derechos sociales a las clases trabajadoras.
 

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