Una
 vez que la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la Ley de
 Amnistía General para la Consolidación de la Paz, se revive de nuevo la
 deuda con el pasado. Hemos visto que los representantes de los partidos
 políticos – de izquierda y derecha – siguen pensando que el pasado debe
 olvidarse porque, si se mantiene vivo en la memoria actual, impediría 
el proceso de reconciliación iniciado por con los acuerdos de paz. Para 
asegurarse la muerte de la memoria, se aferran a la Ley de Amnistía 
aplicada a los graves hechos de violencia ocurridos desde 1980.
Recordemos,
 rápidamente, la cronología de la violencia que nos ofrece el Informe de
 la Verdad. Cuatro son los momentos principales: En el primer período 
(1980-1983), se instaura de manera sistemática la violencia y el terror.
 La desconfianza y la represión hacia la sociedad civil son los rasgos 
dominantes. En el segundo período (1983-1987), continuaron las 
violaciones a la vida, la integridad física y la seguridad en los 
centros urbanos. La Fuerza Armada visualiza a la población civil que 
vive en las zonas en conflicto como objetivos de guerra. Un tercer 
momento (1987-1989), se caracteriza por un incremento de ataques hacia 
el movimiento laboral, los grupos de derechos humanos y las 
organizaciones sociales. Finalmente, en la cuarta etapa (1989-1991), se 
desencadenó la mayor ofensiva militar registrada durante el conflicto. 
Aquí se materializaron graves violaciones, por parte de agentes del 
Estado, entre ellas el asesinato de 6 sacerdotes jesuitas, una empleada y
 su hija. De acuerdo a esta cronología, la violencia era el resultado de
 un patrón ideológico que no distinguía entre opositor político, 
subversivo y enemigo.
Pues bien, estos son algunos de los hechos 
que se pretenden borrar de la memoria colectiva por quienes defienden la
 vigencia de la Ley de Amnistía. El argumento que suelen repetir (“abrir
 heridas”), no es ni objetivo ni ético, porque no es cierto que la Ley 
de Amnistía o el olvido hayan cerrado las heridas, y menos, posibilitado
 la reconciliación del país. Sin duda que, para las víctimas, para 
quienes sobrevivieron intentos de asesinato, tortura o violación, o para
 los parientes y amigos de los que no sobrevivieron, el pasado no está 
muerto y reclama verdad, justicia y reparación.  
Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz, recordado por su valiente oposición al  Apartheid
 en Sudáfrica, afirma que, “afortunadamente, no podemos establecer por 
decreto que lo pasado, pasado está y puede ser olvidado tranquilamente y
 sin más […] Un pasado no examinado y no reconocido encuentra todo tipo 
de esqueletos surgiendo de armarios de toda clase para crear problemas 
en el presente”. Con respecto a las amnistías explica que estas suelen 
re-victimizar a las personas, porque su mensaje es “o bien que lo 
acontecido no pasó realmente o bien – y esto es peor – que tuvo poca 
importancia; de este modo, las víctimas no pueden poner fin a su proceso
 y abrigan rencores y resentimientos que pueden tener consecuencias 
funestas para la paz, porque sus heridas se enconan”.
Más cercano a
 nosotros, el teólogo Jon Sobrino, habla de las consecuencias 
deshumanizantes que pueden ocurrir si nos distanciamos del pasado, y 
también de las cosas positivas que podemos aprender si lo valoramos con 
justeza. Señala que no tomar en serio el pasado puede llevarnos a 
trivializar lo que ha ocurrido y lo que sigue ocurriendo; enterramos 
para siempre a las víctimas, obramos como si no hubiera habido 
victimarios; dejamos que siga la actuación cruel; ponemos el pasado en 
manos del poder político, económico o mediático, quienes hablarán o 
callarán sobre lo ocurrido, según les convenga. Y con respecto a las 
cosas que podemos aprender del pasado, enumera las siguientes: enfrentar
 la realidad sin encubrirla, encargarnos de un mundo malherido sin 
abandonarlo a su suerte, cargar con él sin poner límites a los costos. 
Más todavía, indica que de lo ocurrido podemos aprender a defendernos 
del egocentrismo (lo real somos nosotros) y del egoísmo (la realidad 
está para servirnos).
El Salvador, pues, tiene una deuda con el 
pasado inexcusable. Más concretamente, con las víctimas de graves 
violaciones a los derechos humanos, a las que se le han negado su 
legítima exigencia de verdad, justicia, y reparación. Pretender borrar 
el pasado de impunidad conlleva un mensaje de graves consecuencias para 
el presente: deja un entorno favorable para la ejecución de nuevos 
delitos, porque queda la percepción generalizada de que éstos no van a 
ser investigados ni sus autores castigados. 
Ahora bien, la 
necesidad de verdad, justicia y reparación, no busca abrir heridas 
(porque estas no se han cerrado), sino sanarlas. Pero para que esto sea 
posible primero hay que medicarlas. Eso indica el sentido común. No se 
trata de actos de venganza, sino de refundar la sociedad sobre bases de 
respeto pleno a la dignidad humana. Por eso se habla con más vehemencia 
de justicia restaurativa que de justicia punitiva. La primera tiene como
 finalidad principal sanar antes que castigar. De ahí que se estime como
 indispensable el perdón. Un perdón que no es fácil ni barato ni 
puramente formal. Algo de eso hemos tenido, pero está muy distante de 
ser aceptable. La Comisión de la Verdad define el perdón no como algo 
que se limite a no aplicar sanciones o penas, sino como una 
determinación de rectificar la experiencia pasada y en la certeza de que
 esa rectificación no será completa sino se pone énfasis sobre el 
porvenir más que sobre el pasado.
Desde luego que no puede haber 
futuro sin perdón, porque la venganza solamente engendra nueva 
violencia. Los defensores de la inconstitucionalidad de la Ley de 
Amnistía, tienen sed de justicia restaurativa, no de desquite. Y tienen 
claro que no se puede saldar el pasado, eludiéndola.
- Carlos Ayala Ramírez es director de radio YSUCA, El Salvador.
 

No hay comentarios:
Publicar un comentario