La Jornada
Brasil no será el mismo
 país después de esta profunda y prolongada crisis, que no ahorró a 
ninguna institución política pero, sobre todo, cuestionó la legitimidad 
del sistema. Brasil saldrá mejor o peor, más democrático o más 
autoritario.
Saldrá peor si el golpe se consolida, porque el periodo democrático 
de la historia brasileña tendría un cierre de ruptura, con una banda de 
políticos aventureros asaltando el Estado sin votos, sin legitimidad, 
buscando deshacer todos los avances logrados en años recientes. Habrá 
sido la consagración del método del golpe, de la falta de respeto a la 
voluntad democrática de la mayoría.
Pero Brasil saldrá mejor si se impone una solución democrática a la 
crisis, si a las más grandes movilizaciones populares, a los argumentos 
irrefutables en contra del golpe y en favor de la democracia se une una 
solución política que combine respeto a la democracia y legitimación de 
la consulta popular.
En entrevistas con televisoras y blogs alternativos la presidenta 
suspendida de sus funciones, Dilma Rousseff, reafirmó su dereho a 
retomar en su plenitude la presidencia de Brasil, para la cual fue 
electa democráticamente, pero, al mismo tiempo, reveló su comprensión de
 la dimensión de la crisis brasileña y reiteró que 
Brasil necesita una repactación por el voto.
No un sufragio que sustituya el mandato legítimamente conquistado por
 ella, pero sí uno que reafirme los caminos que Brasil debe seguir a 
partir de una crisis tan profunda como esta. Ello supone una derrota del
 golpe en la votación del Senado, el 16 de agosto; esto es, que no 
logren los dos tercios de los votos para que Rousseff reasuma plenamente
 la presidencia del país para, a partir de ahí, consultar al pueblo 
sobre los caminos a seguir. En lo esencial, si el pueblo quiere nuevas 
elecciones o no.
Rousseff se ha reunido con los movimientos sociales para discutir el 
sentido de cada alternativa planteada. Ella se dispone a hacer una 
carta-compromiso sobre el programa que desarrollaría con la continuidad 
de su gobierno –que contaría con Lula da Silva como coordinador y 
tendría como principal cambio respecto de lo que ella estaba 
desarrollando– y retomar la política económica típica de los gobiernos 
del PT: desarrollo económico con distribución de la renta.
Lo más importante es buscar y encontrar una salida política 
democrática a la crisis, mostrar que el golpe no es el camino para el 
país, que no aguanta los retrocesos que se quieren imponer. Mostrar que,
 más allá de las movilizaciones y los argumentos, hay capacidad de 
articulación política para imponer una salida democrática a la crisis, 
que parece interminable.
Se trata de impedir el plan de los golpistas: obtener dos tercios de 
los votos en el Senado y seguir, de forma acelerada a partir de ahí, el 
desmonte del patrimonio público nacional, de los derechos de los 
trabajadores, de los recursos para las políticas de educación y salud, 
de la política externa soberana, de todo lo positivo que se logró en 
estos años, llegando a 2018 con un país desecho, reordenado según los 
dictámenes estrechos del mercado controlado por el capital especulativo.
Se vislumbra así una vía de derrota de los golpistas en el Senado, en
 caso de que la propuesta de plebiscito agregue a senadores en número 
suficiente para impedir que el golpe vuelva a tener dos tercios de los 
votos, lo cual permitiría el retorno de Rousseff a la presidencia y la 
convocatoria, que tendría que ser aprobada por el Congreso, del 
plebiscito. Es una posibilidad, la única concreta que se puede 
vislumbrar, de derrota del golpe y de reafirmación de la democracia en 
Brasil. En caso de darse, el país saldría más fuerte, la democracia 
renovada, el pueblo más confiado y decidido a tomar de una vez en sus 
manos el destino de Brasil.
 

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