El gobierno del 
presidente Juan Manuel Santos y la dirigencia de las Fuerzas Armadas 
Revolucionarias de Colombia (FARC) firman hoy en La Habana un acuerdo 
sobre el alto al fuego bilateral y definitivo, con lo que el proceso de 
negociación entre ambas partes para poner fin al conflicto armado de 
seis décadas queda instalado en la antesala de la paz.
El documento, cuya redacción quedó terminada ayer, establece las 
condiciones en las que habrán de realizarse la concentración de los 
combatientes de la guerrilla en diversos puntos del territorio 
colombiano, las medidas de seguridad para protegerlos y la entrega de 
las armas, procesos que serán verificados por personal de la 
Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Estos pasos son particularmente riesgosos, toda vez que en el país 
sudamericano han vuelto a operar grupos paramilitares que representan 
una amenaza para los insurgentes desmovilizados y desarmados. Es lógico,
 por ello, que la organización guerrillera haya sido tan cautelosa en la
 negociación de su desarme y en la obtención de medidas de seguridad.
Sin embargo, los escollos más difíciles que han debido sortear los 
negociadores de ambas partes no están en los temas de la mesa de La 
Habana –como el desarrollo social y agrario, la inserción de las FARC en
 la institucionalidad democrática y las modalidades de la 
desmovilización– sino en factores externos a ella: la permanente y 
enconada campaña que encabeza el ex presidente derechista Álvaro Uribe 
al proceso de paz o provocaciones desde el propio aparato estatal, como 
las órdenes de arresto libradas la semana antepasada por un juzgado 
municipal de Medellín, plaza fuerte de Uribe y capital de Antioquia, en 
contra de los máximos dirigentes de la organización guerrillera, una 
acción claramente orientada a sabotear los pasos finales de la 
negociación. Debe apuntarse, por otro lado, que una vez desmovilizadas 
las FARC –el grupo guerrillero más antiguo de América Latina– quedará en
 armas el Ejército de Liberación Nacional (ELN), y que el gobierno 
deberá iniciar con él un proceso de paz por separado.
Es lógico suponer que, conforme se acerque el momento de la 
firma del acuerdo de paz definitivo –que el presidente Santos espera 
hacer coincidir con la fecha de la independencia nacional, el 20 de 
julio– los principales beneficiarios de la violencia –el propio Álvaro 
Uribe y los grupos paramilitares a los que está vinculado, algunos 
sectores recalcitrantes de la oligarquía tradicional y altos mandos 
militares y policiales que han hecho de la guerra su razón de ser– 
intensificarán las acciones para descarrilar el proceso.
Por ello, aunque el documento que hoy se firma en La Habana es un 
paso importantísimo y definitorio del proceso de paz, debe anotarse que 
éste entra, paradójicamente, en su etapa más peligrosa y en la cual 
ambas partes deberán empeñar toda su voluntad política para vencer las 
provocaciones.
La cautela no debe sin embargo ensombrecer la esperanza. Si la paz 
negociada entre el gobierno colombiano y las FARC se concreta, ello se 
traducirá en el fin del sufrimiento de cientos de miles de personas y en
 nuevas posibilidades de desarrollo. Por lo demás, Colombia habrá dado a
 América Latina y al mundo un gran ejemplo de civilidad y de tolerancia.
 Ojalá.
 

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