La pretendida “excepcionalidad” estadounidense
TomDispatch
| Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García | 
Introducción de Tom Engelhardt
 ¡Vaya chanchullo! En una nota de portada del  New York Times,
 Noam Scheiber y Patricia Cohen usaron estas palabras para describir la 
forma en que un pequeño grupo de estadounidenses increíblemente ricos 
financiaron su camino hacia otro universo tributario: “En buena parte
 operando al margen de la mirada del público –en tribunales fiscales, 
apelando a misteriosas disposiciones legales y en negociaciones privadas
 con el Servicio de Rentas Internas (IRS, por sus siglas en inglés)– la 
gente adinerada ha utilizado su influencia para reducir incesantemente 
la posibilidad de que el gobierno pueda cobrarle impuestos. La 
consecuencia ha sido la creación de una especie de sistema recaudatorio 
privado, concebido para el uso exclusivo de algunos miles de 
estadounidenses”.
 ¡Vaya chanchullo! En una nota de portada del  New York Times,
 Noam Scheiber y Patricia Cohen usaron estas palabras para describir la 
forma en que un pequeño grupo de estadounidenses increíblemente ricos 
financiaron su camino hacia otro universo tributario: “En buena parte
 operando al margen de la mirada del público –en tribunales fiscales, 
apelando a misteriosas disposiciones legales y en negociaciones privadas
 con el Servicio de Rentas Internas (IRS, por sus siglas en inglés)– la 
gente adinerada ha utilizado su influencia para reducir incesantemente 
la posibilidad de que el gobierno pueda cobrarle impuestos. La 
consecuencia ha sido la creación de una especie de sistema recaudatorio 
privado, concebido para el uso exclusivo de algunos miles de 
estadounidenses”.  
 Sí, ha leído correctamente: un 
pequeño número de estadounidenses vive en un planeta tributario 
diferente del que vive el resto; nosotros. Por supuesto, han tenido que 
pagar por ese privilegio; cada vez más para la clase política que 
supervisa el funcionamiento de nuestro país. En buena parte se han 
blindado en una zona libre de impuestos que asegura su “igualdad” ante 
la ley (tal como es) y su cada vez más profunda desigualdad ante la 
misma, y ante ellos. Sus acciones les han proporcionado la última 
palabra en impunidad. En esta época de elecciones en un país con más de 
300 millones de habitantes, por ejemplo, apenas unas 158 familias (y las
 empresas controladas por ellas) están poniendo su dinero (en su mayor 
parte libre de impuestos) en lo que había sido nuestra causa. Hacia 
octubre, habían puesto casi la mitad del dinero recogido por los 
candidatos presidenciales en un movimiento destinado a asegurar que la 
democracia de Estados Unidos llegue a ser su sistema, su criatura 
(“Nunca desde antes del Watergate tan pocas personas y negocios 
aportaron tanto dinero en una campaña, la mayor parte de él a través de 
canales legalizados por la decisión del Tribunal Supremo de hace cinco 
años”, comentó  Citizens United). 
 Mi diccionario
 define “impunidad” con bastante simplicidad: “Exención de castigo, 
multa o daño”. Esta es una sorprendente característica de quienes son 
nuestros señores. En el país con la más alta tasa de encarcelamiento de 
la Tierra, con cerca de un 25 por ciento de la población carcelaria del 
mundo parece que no hay rejas suficientemente fuertes para encerrar a 
nuestras elites económicas o, en realidad, sus hermanos de la seguridad 
nacional. 
 En estos años, el estado de la seguridad 
nacional de Estados Unidos, como la clase multimillonaria, se ha hecho 
aún más rica y ha conseguido afianzarse todavía más, al mismo tiempo que
 se ha apartado del que una vez fue el sistema político y legal 
estadounidense. En estos momentos, sus funcionarios viven en un mundo de
 misterio en el que, en nombre de nuestra seguridad, cada vez menos de 
sus actos están abiertos a nuestro escrutinio. Habitan una zona que solo
 puede ser pensada como una zona de libre criminalidad. Evidentemente, 
ningún acto que cometan, no importa lo extrajudicial o ilegal que pueda 
ser, nunca los llevará a responder ante un tribunal de justicia. 
Fundamentalmente, tienen total impunidad. Poco importa que usted esté 
hablando de una gran operación extrajudicial de la CIA para secuestrar a
 “sospechosos de terrorismo” (que con bastante frecuencia han resultado 
ser civiles inocentes) y trasladarlos a las cámaras de tortura de algún 
brutal país aliado o al sistema de “sedes clandestinas” fuera del ámbito
 de una justicia normal. Hoy en día, la mentira en el Congreso, el 
hackeo de los ordenadores de los congresistas y el asesinato de 
ciudadanos estadounidenses son conductas permitidas. Nadie ha sido 
castigado por acciones como estas. Cuando es necesario, los funcionarios
 del estado de la seguridad nacional recorren los pasadizos secretos del
 poder para movilizar a abogados que reinterpretan los textos legales 
para que encajen con sus gustos. 
 En cuestión de 
impunidad, se ha tratado de igualar todo lo hecho por la clase 
multimillonaria. En este sentido, nada más impresionante que el 
procedimiento obviamente ilegal de la tortura, eufemísticamente llamada 
“técnica de interrogación mejorada”, que ha sido utilizada contra 
prisioneros indefensos en el sistema global de prisiones secretas, tal 
como nos lo recuerda hoy Rebecca Gordon, colaboradora regular de  TomDispatch. ¿Desea
 usted crímenes de guerra? Después del 11-S, Washington podría haber 
exhibido el logo “Nosotros somos los crímenes de guerra”. Si usted 
quiere entender el significado de la impunidad en el contexto político 
de 2016 en Estados Unidos, lea a continuación. 
 * * * 
 Los candidatos compiten prometiendo más tortura y más asesinatos 
 ¡Han regresado! 
 Desde el punto de vista de la campaña presidencial, los crímenes de 
guerra están otra vez en la agenda de Estados Unidos. En realidad, no 
deberíamos sorprendernos, ya que en los últimos tiempos los funcionarios
 estadounidenses se han salido con la suya, y en el caso de la guerra 
con drones hoy continúan saliéndose con la suya, Aun así, no hay nada 
como la embriagadora combinación de la carrera por la presidencia de un 
“populista” republicano y la histeria nacional producida por el 
terrorismo para hacer que los estadounidenses quieran más de esas 
“técnicas mejoradas de interrogación”. Esto es lo que normalmente 
sucede, como vienen sosteniendo desde hace mucho tiempo los críticos, si
 los crímenes de guerra no se llevan a los tribunales. 
 Cuando 
en agosto de 2014 el presidente Obama admitió al fin que “hemos 
torturado a alguna gente”, agregó una advertencia. “Es necesario que se 
entienda y acepte”, dijo, la historia reciente de la tortura en Estados 
Unidos. “Como país, tenemos que hacernos responsables de ello para tener
 la esperanza de que en el futuro no volveremos a hacerlo”. Centrando la
 responsabilidad de la tortura en todos nosotros, “como país”, Obama 
evitaba que los torturadores tuvieran que responder por sus actos. 
 Desgraciadamente, la “esperanza” –así, sin más– no pone freno a una 
guerra criminal; ni el propio presidente tuvo en cuenta su advertencia. 
Durante siete años su administración no hizo otra cosa que ayudar a que 
Estados Unidos se hiciera “responsable” de la tortura y de otros 
crímenes de guerra. El país miró hacia otro lado cuando debió pedir 
cuentas a quienes habían puesto en marcha y realizaban operaciones de 
tortura a gran escala en las “sedes clandestinas” distribuidas por todo 
el mundo. Nunca presentó cargos contra quienes ordenaron torturar en 
Guantánamo. No enjuició a nadie, mucho menos a altos funcionarios de la 
administración Bush. 
 Ahora, en el interminable periodo anterior
 a las elecciones presidenciales de 2016, nos han ofrecido algunas 
extrañas humoradas épicas y nos prometen más de lo mismo durante este 
año. En ese espectáculo tan estadounidense, los candidatos republicanos 
se lanzan unos contra otros en un frenético esfuerzo por ser vistos como
 el aspirante con más posibilidades a la hora de ignorar la lánguida 
esperanza del presidente y en lugar de ello “volver a hacerlo en el 
futuro”. Como resultado de la puja, están prometiendo cometer todo tipo 
de crímenes, desde la tortura hasta el asesinato de civiles, unas 
promesas por las cuales el líder de cualquier otra nación sería llevado a
 un tribunal internacional acusado de ser un criminal de guerra. Pero el
 de “criminal de guerra” es un cargo reservado exclusivamente para la 
gente de detestamos, no para nosotros. Parafraseando al ex presidente 
Richar Nixon: si lo hace Estados Unidos, no es un crimen. 
 En la
 estela de los brutales atentados en París y San Bernardino, las 
promesas abiertamente expresadas de cometer futuros crímenes no han 
hecho más que hacer crecer la franqueza. Algunos ejemplos extraídos de 
la campaña presidencial son suficientes para ilustrar lo que quiero 
decir: 
 * Ted Cruz garantiza que “destruiremos totalmente el 
ISIS”. ¿Cómo lo haremos? “Lo someteremos a bombardeo de saturación hasta
 que no quede nada”, es decir, “saturaremos” de bombas una zona de modo 
que cualquier cosa o ser viviente sea totalmente destruido. De esa 
campaña de bombardeo contra el Estado Islámico habló Cruz a una multitud
 entusiasmada en la Rising Tide Summit; “No sé si la arena puede 
resplandecer en la oscuridad, pero encontraremos la manera de hacerlo” 
(es muy difícil no tomar estas palabras como una referencia al uso de 
armas nucleares, pese a que en la atmósfera de bravuconadas de la actual
 campaña republicana indudablemente ninguna de las propuestas 
presentadas sea fruto de un pensamiento minucioso). 
 * Es 
evidente que el bondadoso neurocirujano pediátrico Ben Carson piensa de 
la misma manera. Cuando en el último debate de los candidatos 
republicanos, Hugh Hewitt, comoderador de la CNN, insistió sobre si 
acaso él era lo suficientemente “duro” para “dar el visto bueno a la 
muerte de miles de niños y civiles”, Carson respondió “Entendió bien, 
entendió bien”. Incluso expuso una futura campaña contra el Estado 
Islámico en la que podrían morir “miles” de niños como ejemplo del 
severo amor que algunas veces debe mostrar un cirujano cuando está 
frente a un caso difícil. Es como decirle a un niño, le aseguró a 
Hewitt, “vamos a abrirte la cabeza para sacar el tumor”. Ningún niño se 
siente feliz en este momento. Tampoco les caigo bien cuando digo eso. 
Pero después me aman”. Presumiblemente, lo mismo les pasará a “los 
inocentes niños muertos en Siria”, una vez que superen el shock de haber
 muerto. 
 * El enfoque de Jeb Bush trajo a colación lo que, en 
los círculos republicanos, pasa por un matiz en la discusión de la 
futura política de los crímenes de guerra. Lo que Washington necesita, 
argumentó él, es “una estrategia”, y lo que caracteriza a la 
administración Obama es una excesiva preocupación por las sutilezas de 
la ley internacional. Tal como lo dijo él, “Necesitamos quitar los 
abogados [que se han encaramado] de la espalda de los guerreros. Ahora 
mismo, bajo el presidente Obama, hemos creado... un estándar tan 
exigente que es imposible tener éxito en la lucha contra el ISIS”. 
Mientras tanto, Jeb se ha rodeado de una camarilla de conocidos neocons 
que ofician de “asesores” –personas como Paul Wolfowitz, ex 
subsecretario de Defensa en tiempos de George W. Bush, o Stephen Hadley,
 ex asesor en Seguridad Nacional de Wolfowitz, quienes planificaron y 
defendieron la guerra ilegal de estados Unidos contra Iraq que desembocó
 en una guerra regional con devastadoras consecuencias humanitarias. 
 * Y por fin está Donald Trump. ¿Por dónde empezar? En su la primera 
bola de su comandancia en jefe, Trump declaró sin pestañear que él 
volvería a utilizar la tortura. “¿Si aprobaría el subamrino1?”,
 preguntó a una multitud entregada en un mitin en Columbus, Ohio, el 
pasado noviembre. “Podéis apostar el culo que lo haría. En cuanto sea 
presidente.” Tratándose de Trump, esto no sería más que el comienzo. 
Aseguró a sus seguidores, sin precisar pero enfáticamente, que él 
“aprobaría más que eso”, dejando librado a su imaginación si acaso 
pensaba otros atroces procedimientos, como exposición ininterrumpida a 
sonidos a todo volumen, privación de sueño, sencillamente la muerte de 
prisioneros, o lo que la CIA acostumbra llamar delicadamente 
“rehidratación rectal”. Mientras, cada vez que surge la cuestión de la 
tortura, él machaca: “No os engañéis. Funciona, ¿vale? Funciona. Solo un
 estúpido diría que no funciona”. 
 Solo un estúpido... –como, 
quizás, uno de los integrantes de la Comisión de Inteligencia del Senado
 de EEUU que durante años estudió cuidadosamente los nefastos documentos
 sobre la tortura de la CIA, a pesar de la falta de disposición, la 
oposición y la directa interferencia (incluyendo el hackeo de 
ordenadores) de la Agencia– diría eso. Pero, ¿por qué fastidia tanto 
discutir sobre la eficacia de la tortura? La cuestión, ha dicho Trump, 
es que la mera existencia del Estado Islámico indica que alguien 
necesita ser torturado. “Si no funciona”, le dijo a la multitud de Ohio,
 “de cualquier modo se lo merecen.” 
 Pocos días después, un 
triunfalista Trump avanzó aún más lejos en el territorio de la guerra 
criminal. Se declaró preparado para golpear de verdad al Estado Islámico
 donde más le duele. “Otra cosa que pasa con los terroristas”, le dijo a
 Fox News, “es que hay que eliminar a sus familiares; cuando coges a un 
terrorista, hay que eliminar a su familia. Ellos se preocupan por la 
vida de su familia, no nos engañemos. Cuando dicen que no se preocupan 
por sus familiares, tú debes matarlos.” Porque es un hecho muy conocido 
–al menos en Trumplandia– que no hay nada que haga que las personas sean
 menos violentas que matar a sus padres y a sus hijos. Y eso, 
ciertamente, no importa; cuando Trump defiende esa política, ese 
asesinato es un crimen. 
 El problema con la impunidad 
 Nada que no se sepa en este país, pero el denominador común de las 
amenazas presentes en todas esas propuestas de respuesta al Estado 
Islámico no es solo la típica línea dura del Partido Republicano. Cada 
una de ellas representa una grave violación de las leyes 
estadounidenses, de la ley internacional en caso de guerra y de las 
convenciones que Estados Unidos ha firmado y ratificado tanto durante 
gobiernos republicanos como demócratas. La mayor parte de los planes 
debatidos en la campaña electoral –tanto los republicanos como los 
demócratas– para derrotar al ISIS se han enfocado solo en las cuestiones
 instrumentales: ¿Qué es lo que funcionará: el bombardeo de saturación, 
la tortura o hacer que resplandezca la arena en la oscuridad? 
 
Candidatos y periodistas por igual han ignorado lo más importante: si, 
dada la situación, no estamos acaso viviendo en un país que se ha 
concedido a sí mismo un permiso respecto de la cuestión de los crímenes 
de guerra. El bombardeo de saturación en ciudades, la tortura de 
prisioneros y la tierra arrasada están contra la ley. De hecho, se trata
 de crímenes graves. El hecho de que ni siquiera los críticos de 
estos procedimientos sean incapaces de percibir estas acciones como 
crímenes de guerra sin duda puede atribuirse, al menos en parte, a que 
nadie –excepto algún personal militar de poca importancia o denunciante 
de la CIA que haya hablado públicamente sobre la agenda de torturas de 
la Agencia– ha sido procesado en Estados Unidos por la sorprendente 
serie de delitos cometidos en la llamada Guerra Contra el Terror. 
 El presidente Obama dispuso el escenario para este fracaso en enero de 
2009, muy poco después de su primera investidura. Le dijo a George 
Stephanopoulos, de ABC News, cuando se trata del posible procesamiento 
de funcionarios de la CIA por la política estadounidense de torturas, 
“Necesitamos mirar hacia delante y no tanto hacia atrás”. Le aseguró a 
Stephanopoulos que él no quería las “personas extraordinariamente 
talentosas” de la Agencia “que están trabajando muy arduamente para 
mantener la seguridad de los estadounidenses... sientan de pronto que se
 deben pasar todo el tiempo mirando por encima del hombro y buscarse un 
abogado”. Tal como sucedió, lo de contratar un abogado nunca fue un 
problema. Al final, el ministro de Justicia Eric Holder rechazó 
presentar cargos contra cualquier funcionario de la CIA y cerró los dos 
únicos procesos abiertos por el departamento de Justicia. Tampoco 
necesitaron desperdiciar ni un centavo en abogados ninguno de los altos 
funcionarios responsables del programa de “interrogatorios mejorados”, 
entre ellos el presidente George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney,
 el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el director de la CIA George
 Tenet; cada uno de ellos está ahora publicando alegremente su 
autobiografía. O, en el caso de Jay Bybee y John Yoo, autores de los más
 infames “memorándums sobre tortura” del departamento de Justicia, están
 prestando servicio como juez federal u ocupando un bien remunerado 
puesto en la facultad de Derecho de Universidad de California, Berkeley,
 respectivamente. 
 Posiblemente movido por la frustración por el
 último fracaso de la administración Obama a la hora de actuar, Human 
Rights Watch (HRW) publicó el 1 de diciembre de 2015 un informe de 153 
páginas titulado No más excusas. En él, la organización hace una 
detallada relación de los delitos específicos del programa de tortura de
 la CIA por los cuales una docena de funcionarios de la administración 
Bush deberían haber sido llevados a juicio y procesados. HRW señalaba 
que, de hecho, esos enjuiciamientos no eran una cuestión discrecional. 
Debían responder ante la ley internacional (aunque los supuestos 
criminales hayan gobernado la última superpotencia del planeta). Por 
ejemplo, la Convención Contra la Tortura de Naciones Unidas, un tratado 
clave firmado por Estados Unidos en 1988 (durante la presidencia de 
Ronald Reagan) y ratificado finalmente en 1994 (durante la presidencia 
de Bill Clinton), conmina especialmente a nuestro país a tomar “medidas 
legislativas, administrativas, judiciales u otras igualmente efectivas 
para prevenir el ejercicio de la tortura en cualquier territorio bajo su
 jurisdicción”. 
 No importa si se está librando una guerra o si 
hay descontento interno. La Convención es explícita: “No podrá invocarse
 ninguna circunstancia excepcional para justificar el empleo de la 
tortura, sea un estado de guerra, una amenaza bélica, una inestabilidad 
política interna o cualquier otra emergencia pública”. 
 Siempre 
que se utilice la tortura habrá una violación de ese tratado; eso la 
convierte en un crimen. Cuando es ejercida contra prisioneros de guerra,
 también se violan las Convenciones de Ginebra de 1949, por lo tanto se 
comete un crimen de guerra. No hay excepciones. 
 Sin embargo, 
cuando Obama reconoció que “torturábamos a algunas personas”, reclamaba 
una excepción para la tortura estadounidense. Nos advirtió contra la 
posibilidad de reaccionar exageradamente. “Es importante que no seamos 
mojigatos respecto del duro trabajo que esos muchachos han hecho en el 
pasado”, dijo refiriéndose a los equipos de torturadores de la CIA. 
Obama invocó el miedo de Estados Unidos –del mismo tipo del que estamos 
viendo una vez más después de lo de San Bernardino– como una 
circunstancia atenuante y nos recordó lo asustados que estábamos todos 
–incluso los agentes de la CIA– en los días posteriores al 11-S. 
 Da la casualidad, más allá de lo que puedan creer el ex profesor 
constitucionalista de la Casa Blanca o el constructor de hoteles Donald 
Trump, que la tortura continúa estando fuera de la ley. El hecho de que 
la población esté asustada por los posibles terroristas no cambia las 
cosas. Después de todo, es debido en parte a que la gente hace cosas 
terribles cuando está asustada que aprobamos leyes, de modo que –cuando 
el miedo nos nubla la mente– podamos recordar lo que decidimos que era 
lo correcto cuando los tiempos eran menos aterradores. Es por eso que la
 Convención Contra la Tortura dice “No podrá invocarse ninguna 
circunstancia excepcional” para excusar semejantes actos. 
 Pero la Convención de Naciones Unidas es solo un tratado, ¿no es cierto? No es realmente una ley.
 De hecho, cuando Estados Unidos ratifica un tratado pasa a integrar el 
cuerpo legal estadounidense, según dispone el Artículo VI de nuestra 
Constitución, que declara que la Constitución en sí misma y “... todos 
los tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de Estados 
Unidos, serán la suprema ley del país; los jueces de cada Estado estarán
 obligados a observarlos, a pesar de cualquier cosa en contrario que se 
exprese en la propia Constitución o las leyes de cualquier Estado”. 
 Por lo tanto, aunque de verdad funcione la tortura, continuará siendo ilegal. 
 Los crímenes de guerra para el año que comienza 
 ¿Qué hay de las otras propuestas que hemos escuchado de boca de los 
candidatos republicanos? Algunas de ellas son ciertamente crímenes de 
guerra. “Bombardeo de saturación” (carpet bombing, en inglés) es 
una metáfora que describe una auténtica pesadilla producida por el poder
 aéreo (como muchos vietnamitas, laosianos y camboyanos la vivieron en 
nuestras guerras en Indochina2), implica la saturación de 
toda una zona con la cantidad suficiente de bombas como para que no 
quede nada en pie sin tener en cuenta la vida de quienes puedan estar 
allí. Es ilegal en el contexto de las leyes de la guerra porque no 
distingue entre civiles y combatientes. 
 Dado que el bombardeo 
aéreo no había sido inventado cuando en 1907 se firmaron las 
Convenciones de La Haya, el bombardeo de saturación no se menciona 
específicamente en la lista de “medios de hacer daño al enemigo, asedios
 y bombardeos” prohibidos. No obstante, en el meollo de las Convenciones
 de La Haya, como también en las leyes y costumbres de la guerra, está 
presente la crucial distinción entre combatientes y civiles. La 
destrucción total de una zona poblada con el fin de eliminar a un puñado
 de militares viola el antiguo e internacionalmente reconocido principio
 de proporcionalidad. 
 En otra vergonzosa excepción, Estados 
Unidos nunca ha ratificado el párrafo agregado, en 1977, a las 
Convenciones de Ginebra que pone específicamente fuera de la ley el 
bombardeo de saturación. El Protocolo Adicional 1 se refiere 
concretamente a la protección de los civiles durante las acciones 
bélicas. Excepto los aliados de Estados Unidos como Turquía e Israel, 
174 países han ratificado el Protocolo 1, que convierte explícitamente 
el bombardeo de saturación en un crimen de guerra. 
 Si Estados 
Unidos no ha ratificado el Protocolo 1, ¿significa eso que tiene la 
libertad de violar sus disposiciones? No necesariamente. Cuando la gran 
mayoría de los países asumen este acuerdo lo convierten en una “ley 
internacional de usos”, es decir, un conjunto de principios que tienen 
fuerza de ley, aunque no estén escritos ni ratificados. La Comisión 
Internacional de la Cruz Roja lleva una lista de esas reglas de uso. Una
 parte de ellas establece explícitamente que los “ataques 
indiscriminados”, entre ellos el “bombardeo de zona”, son ciertamente 
ilegales en el contexto del derecho consuetudinario. 
 La promesa
 del senador Cruz de averiguar si la arena resplandece en la oscuridad, 
presumiblemente mediante el empleo de armas nucleares, violaría las 
prohibiciones de la Convención de La Haya de 1907 sobre la utilización 
de “armas venenosas o con venenos” y sobre el uso de “armas, proyectiles
 diseñados para que produzcan sufrimiento innecesario”. Importa tanto 
que Estados Unidos no haya ratificado esta convención de hace más de un 
siglo como que la Constitución tiene más de 200 años de edad. Ante la 
sugerencia de Jeb Bush de que quitaremos los abogados “encaramados en la
 espalda de los guerreros”, ambas siguen siendo la ley de la tierra. 
 El que parezca no tener fuerza de ley en Estados Unidos que la 
descripción de un posible futuro de crímenes de guerra pueda enardecer a
 multitudes frenéticas en esta temporada política representa un notable 
fracaso de la voluntad política, particularmente de la disposición de la
 administración Obama de llamar como tal al crimen y actuar en 
consecuencia. En el ámbito mundial, es más un fracaso del poder que de 
la ley. Obviamente, procesar por crímenes de guerra a un ex autócrata 
africano o a un líder serbio es muy diferente y de una proporción 
inmensamente menor que llevar a los tribunales a altos funcionarios de 
la única superpotencia del planeta. Esto se ha hecho mucho más difícil 
porque, durante el gobierno de George W. Bush, Estados Unidos informó al
 mundo de que nunca ratificaría los acuerdos para crear el Tribunal 
Penal Internacional. 
 A la luz de San Bernardino 
 Human Rights Watch publicó su informe el pasado 1 de diciembre. Al día 
siguiente, el matrimonio formado por Syed Rizwan Farook y Tashfeen Malik
 atacó una fiesta en el Departamento de Salud Pública de San Bernardino 
(California) donde Farook trabajaba. Él y ella asesinaron a 14 personas 
antes de ser abatidos por la policía. Fue un crimen horrible; 
aparentemente –al menos en parte–, ambos habían sido motivados por el 
Estado Islámico presente en las redes sociales (aunque de ninguna manera
 recibieran órdenes del EI). Como es lógico, el informe de HRW 
desapareció de la vista del público como una piedra caída en un 
estanque. El informe incluye recomendaciones clave: que se designe un 
fiscal especial para investigar y llevar a juicio a los responsables de 
las prácticas de tortura en la CIA y que las víctimas de las torturas 
estadounidenses tengan garantías de resarcimiento judicial en tribunales
 de Estados Unidos, algo que en ambos casos fue rechazado ferozmente 
tanto por la administración Bush como por la de Obama, pese a que se 
trata de una exigencia clave de la Convención Contra la Tortura de 
Naciones Unidas. 
 Finalmente el año terminó y la maquinaria del 
miedo empezó a funcionar otra vez. Y, por parte de quienes aspiran a 
guiarnos, los estadounidenses recibieron el recordatorio de que ningún 
precio es demasiado alto cuando se trata de pagar nuestra seguridad... 
en la medida que sean otros quienes paguen. Para 2016 se espera más de 
lo mismo. 
 Sin embargo es precisamente ahora, cuando estamos más
 asustados, el momento en que nuestros líderes –de hoy y del futuro– no 
deberían alimentar nuestros miedos. En lugar de eso, deberían 
recordarnos que hay algo más valioso –y más fácil de conseguir– que la 
seguridad perfecta. Deberían alentarnos a no tratar de logra una cobarde
 exención de las leyes de la guerra, sino a ser valientes y atenernos a 
ellas. Por lo tanto, éste es el reto: ¿seremos esta vez capaces de tener
 el valor de resistir a la maquinaria del miedo? ¿Tendremos la voluntad 
de llevar a juicio los crímenes de guerra del pasado y prevenir aquellos
 que nuestros candidatos proponen a viva voz? ¿O permitiremos que 
nuestro país siga siendo eso en lo que se ha convertido: una terrible y 
aterradora excepción en el cumplimiento de la ley internacional? 
 1. Método de tortura que consiste en meter la cabeza del prisionero en 
un barreño lleno de agua (en el menos cruel de los casos) y mantenerla 
ahí por la fuerza hasta que el torturado esté a punto de ahogarse. Hay 
una variante llamada “submarino seco”, en la que se cubre completamente 
la cabeza del prisionero con una bolsa de plástico hermética y no se le 
quita hasta que esté a punto de asfixiarse. (N. del T.) 
 
2. Pero también otras poblaciones. Son tristemente célebres los 
bombardeos de saturación sufridos por Rotterdam, en 1940, Dresde y 
Tokio, en 1945. (N. del T.) 
 Rebecca Gordon 
 , colaboradora habitual de TomDispatch, es profesora en el Departamento
 de Filosofía de la Universidad de San Francisco. Es la autora de Mainsteream Torture: Ethical Approaches in the Post-9/11 United States y del libro de próxima aparición American Nuremberg: The U.S. Officials Who Should Stand Trial for Post-9/11 War Crimes. 
 Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar 
su integridad y mencionar a la autora, al traductor y a Rebelión como su
 fuente. 
 
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