Un buen amigo me puso en contacto con un interesante diálogo entre la
lúcida politóloga Chantal Mouffe, además esposa de Ernesto Laclau, e
Íñigo Errejón, novísimo politólogo y secretario político de Podemos.
Introducían ambos su libro Construir pueblo, y se percibe,
escuchándolos, que ambos tienen hambre de mundos más justos, donde la
fragmentación no sea lo que celebremos.
Comienzan hablando sobre los procesos de cambio político en el mundo, y
particularmente en América Latina, ante lo cual anuncian que ya son
insuficientes las categorías de análisis político tradicional.
Oyéndoles, queda claro que el cambio de paradigmas está aquí. Por ello
no extraña que se vislumbren en nuestro horizonte nuevas formas de leer y
hacer política. “Grandes palabras como Estado, poder, democracia y
soberanía, no son ya conceptos para llenarse la boca, sino que describen
cosas que están sucediendo”, dice Errejón. Los procesos
latinoamericanos están hablándole a la teoría y práctica políticas del
viejo continente.
Hay oportunidades para una nueva voluntad popular, dicen. Hablan del
pensamiento de Gramsci, que los más reaccionarios de izquierdas y
derechas han cuestionado, y dicen que es fundamental para entender cómo
se construye un pegamento social que sea capaz de poner en común un
conjunto de colores que los poderosos trabajan permanentemente para
dispersar. Y allí cita Íñigo la frase de Poulantzas: que el estado
capitalista trabaja para unificar por arriba y dispersar lo de abajo.
¿Cómo se hace, entonces, para construir unidad abajo con lo que los
poderes tradicionalmente fragmentan?, se preguntan.
Construir poder político para los poderes subalternos es lo que toca
ahora. Yo, desde la filosofía nómada, digo que toca mover de lugar con
ética y sentido de pertenencia lo que siempre estuvo en el centro y la
periferia, o lo que siempre estuvo arriba y abajo. Hay que figurar
desplazamientos permanentes, y relaciones de poder más móviles. No se
celebra la fragmentación, no se celebra la dispersión y la unidad
termina siendo el imposible al que hay que apuntar, no solo desde una
construcción discursiva.
Va quedando, al escucharlos hablar de la experiencia de Grecia, de
Brasil, de la fallida socialdemocracia en todo el mundo —con todo y la
expectativa que abre la elección de Jeremy Corbyn—, de España y
Latinoamérica, la sensación de que están iniciando importantes diálogos
entre distintas generaciones de políticos de pensamiento abierto,
universal, nuevo, no compartimentalizado.
Ser de izquierdas o de derechas no es repetirlo muchas veces, señalan,
sino construir poder político para las expresiones tradicionalmente
consideradas como subalternas. Y destierran la palabra “traición”,
porque esto entraría en el marco de una dramática política que moraliza
los problemas en vez de analizarlos y solucionarlos, donde los buenos
siempre “somos” débiles y los malos siempre poderosos. Se plantean —y
nos planteamos— como anhelo, que la acumulación de protestas y
movilizaciones llegue a impactar nuestros Estados y a alterar
significativamente el equilibrio de fuerzas y relaciones de poder que
han venido configurándolos. No para que los arriba pasen abajo y los de
abajo arriba, sino para que todos vivamos con dignidad.
En una semana habremos pasado del rancio conservadurismo al nacionalismo
exacerbado, y lo que seguirá contando somos nosotros, nuestra hambre de
ser ciudadanía, pueblo, país, continente, mundo para el cual la
dignidad no sea un concepto, sino una forma de vivir.
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