Para Brasil 2015 
quedará en la memoria como un año con muchos más de 365 días, todos 
vacíos. Un año de crisis sin tregua ni sosiego, con un gobierno acosado e
 inerte, un Congreso –especialmente la Cámara de Diputados– saboteador y
 paralizante, un aumento asombroso en los índices negativos de la 
economía, en el crecimiento del desempleo, la corrosiva amenaza sobre 
las conquistas sociales de la última década y media.
Brasil tiene una importancia geopolítica indiscutible. Es el más 
poblado país de América Latina. Su economía, la mayor de la región, está
 –pese a todo– entre las ocho o nueve mayores del mundo.
Hasta hace un par de años, las conquistas alcanzadas, especialmente a
 raíz de los programas sociales implantados por el mismo PT, que sigue 
en el gobierno, eran mencionadas como ejemplo para todos.
¿Qué pasó? ¿Cómo se puso todo eso en riesgo? ¿Dónde se fracasó?
Aparte de las inepcias y la escasísima habilidad política de Dilma 
Rousseff, y los equívocos de la propuesta económica de los dos últimos 
años de su primer mandato (2011-2014), ¿cómo se llegó a semejante 
panorama de casi ruina?
¿Será todo por culpa de Dilma y del PT? ¿Ese océano de denuncias de 
corrupción que ahoga al país empezó con el PT? ¿Cómo gobernar un país 
dentro de tamaña confusión? ¿Por qué Dilma y su partido eligieron de 
manera tan desastrada sus aliados, que traicionan con la misma facilidad
 con que respiran?
Si para los brasileños esas son preguntas cuyas respuestas son 
difíciles de encontrar, para los lectores extranjeros mucho más 
complicado será.
Brasil vive un régimen presidencialista, acorde a su Constitución. 
Ocurre que solamente en el Congreso, mientras escribo, existen nada 
menos que 27 partidos. Y digo 
mientras escriboporque a cualquier momento puede surgir otro.
Hace poco, fue creado el PMB, Partido de la Mujer Brasileña. Su 
bancada cuenta con 20 diputados, de los cuales, 18 son hombres y dos 
mujeres.
O sea, gracias a la flexibilidad de las leyes para que cualquiera 
invente un partido político y llegue al Congreso, aunque sea con un 
solitario representante, será imposible que un presidente sea electo con
 una mayoría en el Congreso que le permita gobernar.
No le quedará otra que estructurar una alianza, que jamás será 
programática, sino siempre pragmática. Es decir, las alianzas se darán a
 cambio de cargos, puestos y presupuestos. Con semejante pulverización 
de partidos, será imposible armar una alianza con coincidencias 
ideológicas, políticas o programáticas.
Le pasó a Fernando Henrique Cardoso en sus dos presidencias 
(1995-2002), igual que a Lula da Silva (2003-2010), y le pasa ahora a 
Rousseff.
Tenemos, entonces, la primera puerta de entrada al caos. Mientras la 
legislación electoral sea tan blanda como es, aceptando una treintena de
 partidos sin ninguna barrera de reconocimiento de representatividad (un
 mínimo, por ejemplo, de 3 por ciento de votos en plan nacional), ningún
 presidente electo logrará armar alianzas confiables. Lo que significa 
que ningún mandatario estará inmune al chantaje.
La coalición de Rousseff cuenta con más de una decena de 
partidos. Entre ellos, bancadas ultraconservadoras, controladas por 
autonombrados pastores evangélicos, y también el Partido Comunista de 
Brasil. Y, lo más grave, integrada por el PMDB, que desde el retorno de 
la democracia jamás dejó de integrar un único y solitario gobierno: su 
lema no es aprovechar oportunidades, sino hacer imperar el oportunismo.
Esa es una de las raíces de toda turbulencia: lo que se llama 
presidencialismo de coalición, desde la elección del socialdemócrata devenido en neoliberal Fernando Henrique Cardoso, que en sus dos mandatos presidenciales (vale repetir: 1995-2002) hizo lo que pudo para controlar el Congreso.
En esa época hubo corrupción (compra de votos parlamentarios para 
cambiar la Constitución y poder relegirse, por no mencionar los procesos
 de privatización de paraestatales a precio de banana), y se estableció 
el esquema que, hoy por hoy, sofoca al país. Más que gobierno de 
coalición existe un presidencialismo de cooptación. No hay 
coincidencias, hay trueque.
La otra raíz del caos. Las campañas presidenciales en Brasil cuestan 
más que las de Estados Unidos. Ninguna de las que han ganado costó menos
 de cien millones de dólares.
Las campañas en Brasil no son exactamente políticas, son publicistas.
 No se dan a conocer al electorado las ideas y propuestas de los 
candidatos, se venden productos, como si los aspirantes fuesen jamón o 
jabón.
Aécio Neves, un playboy provinciano, mentía al hacerse pasar por un 
tipo del pueblo. Dilma Rousseff mentía al decir lo que no haría e hizo 
tan pronto fue declarada vencedora.
Las campañas son financiadas por las llamadas donaciones. ¿Los 
mayores donantes? Bancos, frigoríficos (Brasil es un gran exportador de 
carnes), y principalmente los gigantes de la construcción. ¿No sería más
 honesto decir inversiones en campañas?
No se elige un diputado nacional por menos de un millón de dólares. 
En sus cuatro años de mandato, él no ganará semejante suma. ¿Cómo pagará
 sus deudas electorales? Defendiendo los intereses de sus financiadores 
de campaña. Ni modo.
Ahí está la fuente de la corrupción. En la fragmentación absurda de 
la representación parlamentaria, la generación de alianzas espurias. Y 
en la financiación por empresas que prestan servicios a los gobiernos.
Hay, claro, otras raíces más para los males que mi país padece. Pero con esas dos ya nos bastaría…
 

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