Por Javier Rodríguez*
La Habana 
(PL) La visita del Papa Francisco a Cuba, un verdadero acontecimiento 
mundial, mostró con claridad meridiana ante un pueblo inmerso en una 
histórica batalla por su futuro el pensamiento del Sumo Pontífice sobre 
temas que no sólo tocan a la iglesia católica, sino a los creyentes y a 
los no creyentes y a toda la Humanidad en el actual momento vivido por 
el planeta.
 El destacado visitante, recibido con afecto y respeto por muchos miles 
de personas asistentes a la bienvenida en su recorrido por tres 
provincias del país antillano, quiso hablar directamente sobre 
cuestiones tan importantes como las obligaciones de la iglesia en el 
mundo, la vocación que debe tener especialmente con los pobres, la 
necesaria unidad de quienes piensan diferente y el papel de Cuba en el 
contexto internacional.
Serena, pero firmemente, se refirió a 
asuntos tan sensibles como la pérdida de valores por parte de los 
adoradores del dios dinero dispuestos por su ambición a convertir la 
Tierra en un verdadero infierno y sentenció la necesidad de terminar con
 "la III Guerra mundial por etapas que estamos viviendo".
En 
realidad no fueron éstas opiniones sin un sustento verdadero o expuestas
 al calor del contacto con el afecto mostrado por los cubanos durante su
 estancia en el país.
El Papa, como lo argumentó en sus 
pronunciamientos, está consciente de situaciones tan perversas como las 
guerras desatadas en África y el Medio Oriente, cuya razón fundamental 
es el deseo de apoderarse de las riquezas existentes en esos territorios
 y sojuzgar políticamente a gobiernos e instituciones.
Los que 
rinden pleitesía a ese dios dinero mostraron ya como pueden ser 
destruidas naciones enteras mediante el uso de la fuerza, hacer trizas 
su institucionalidad, dividirlas incluso en partes irreconciliables, 
ocuparlas militarmente y causar los mayores dolores a sus habitantes.  
Conocen perfectamente la tragedia vivida actualmente por millones de 
refugiados, expulsados de sus tierras por el conflicto armado o por el 
hambre y hasta rechazados por los mismos gobiernos y Estados que llevan a
 cabo sus agresiones, pero ello no los conmueve.
El drama de los
 hombres, mujeres y niños que emprenden cada día huidas sin destino, 
mueren en las aguas del Mediterráneo o son rechazados por los gobiernos 
europeos, representa uno de los problemas mayores provocados por esa III
 Guerra Mundial señalada por el Papa.
Pero también lo 
constituyen los defensores de los bloqueos y otras acciones punitivas 
contra países celosos de su independencia y soberanía, constructores de 
un futuro distinto, como es el caso de Cuba.
El Obispo de Roma 
no dejó de citar el pensamiento martiano durante su estancia en la isla 
caribeña e hizo énfasis en su deseo de respaldar, como lo hizo el 
Apóstol, una sociedad para todos y por el bien de todos.
Es 
difícil encontrar una definición más clara del papel jugado por Cuba 
actualmente en el mundo que la expresada por Francisco en esta ocasión: 
Se
 trata de un archipiélago que mira hacia todos los caminos, con un valor
 extraordinario como llave entre el norte y el sur, entre el este y el 
oeste y con vocación de punto de encuentro para reunir a todos los 
pueblos en amistad, según soñó José Martí.
Nada más exacto si se
 analizan la solidaridad hecha acción por los cubanos tras el triunfo de
 su Revolución y los esfuerzos integracionistas convertidos en realidad,
 por ejemplo, en las organizaciones logradas para agrupar a los Estados 
latinoamericanos y caribeños.
Durante los días de su visita, el 
Obispo de Roma pudo constatar muchas virtudes del pueblo cubano, 
forjadas mediante el esfuerzo y la lucha durante las generaciones 
vividas bajo el influjo de la revolución triunfante.
Su atención
 sobre ellas la llamó a su llegada el presidente Raúl Castro al 
explicarle al Papa que los cubanos aman profundamente la Patria y por 
ella son capaces de realizar los más grandes sacrificios, guiados por el
 ejemplo de los próceres de Nuestra América.
El Pontífice no 
sólo pudo asomarse a tal panorama sino que consideró válido ratificar 
sus orientaciones sobre las características que debe tener el trabajo de
 la iglesia especialmente virada hacia los pobres.
Quiero una 
iglesia para acompañar la vida, sostener la esperanza, comprometida con 
la cultura y la sociedad, con el corazón y los ojos abiertos para 
compartir gozos y alegrías, esperanzas y frustraciones, visitar al 
enfermo, al preso, a quien llora y a quien sabe reír, subrayó.
Y para completar la descripción dijo a obispos, sacerdotes, monjas y seminaristas: 
Nuestra
 revolución pasa por la ternura, por la alegría que, convertida siempre 
en projimidad y compasión, nos hace salir de las casas para servir en la
 vida de los demás.
Sus pronunciamientos a los jóvenes 
exhortaron, entre otras cosas, a la necesidad de rehuir los 
"conventillos" ya sean religiosos o políticos para facilitar la 
necesaria unidad y les reclamó hacer un esfuerzo para marchar juntos 
incluso con quienes piensan diferente, prefiriendo siempre los temas que
 unen.
El deber religioso de servir a los más necesitados, a 
quienes tienen menos recursos, fue subrayado ante una sociedad que vive 
una revolución profunda definida desde muy temprano como la de los 
humildes, por los humildes y para los humildes, propósito sostenido 
durante toda su existencia.
* Periodista de la Redacción Nacional de Prensa Latina.
 

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