Entre menos Estado-nación tengamos, más comunidad internacional vendrá a
decirnos qué hacer. Y es que el juego de las naciones en el marco de la
geopolítica no es malo ni bueno, lo malo o lo bueno es en qué
condiciones juegan esas naciones. Guatemala está a dos horas en avión de
la potencia más grande del planeta, lo cual ya le imprime un sello
diferente a países que giran en otras órbitas. Además, somos parte del
corredor migratorio más grande del mundo, lo cual agrega elementos para
el análisis. Encima de todo, hemos sido colonia (de manera oficial o de
facto) durante siglos, y los únicos diez años durante los cuales no
tuvimos tan encima a españoles, ingleses o estadounidenses, fueron los
de la primavera democrática, que terminaron pronto.
Por otro lado, el sobadísimo argumento de la soberanía puede ser un
máximo deseable, pero no una realidad inmediata probable si consideramos
lo anterior y lo sumamos a los niveles de desigualdad, subdesarrollo,
corrupción, impunidad y exclusión que han caracterizado a Guatemala por
décadas. Por ello, la soberanía sigue siendo esgrimida como menú a la
carta: de pronto nos conviene, de pronto no la queremos. Si es en el
tema económico sí (o no, depende de quien califica) y si es en el de
Derechos Humanos no (o sí, depende de quien califica). Además, en el
siglo de la inmediata comunicación en redes y de los países
permanentemente interconectados, la soberanía necesita ser
conceptualmente replanteada.
Sostenemos muchas veces la visión provinciana o ingenua de que los
trapos sucios se lavan siempre en casa, cuando sabemos que Estados
Unidos, por ejemplo, tiene una agenda hemisférica y tanto ese país como
otros, tienen intereses bien definidos. Aquí hay una lavandería completa
que ha quedado expuesta a la mirada del mundo, por lo cual eso de los
trapitos se queda corto. La soberanía no la gana una nación solo porque
no tiene a la comunidad internacional encima, sino porque es una nación
financieramente sólida, políticamente segura, jurídicamente cierta y
socialmente justa.
No sirve pecar de inocencia o de ignorancia respecto de las agendas de
las misiones diplomáticas en nuestro país. Basta buscar en internet para
enterarnos de los propósitos de cada una de estas misiones. Por
ejemplo, en la información de la Embajada de EE. UU., bajo el rubro
“Misión de Estados Unidos en Guatemala” dice, entre mucho más, que “La
Misión busca promover los intereses de Estados Unidos” en nuestro país, a
través del contacto con el Gobierno y otros sectores de la sociedad
guatemalteca. No es novedad: cada país trae su misión bajo el brazo.
Por ello, necesitamos un Estado más sólido y una democracia
representativa y plena, con agenda propia. Porque desde el siglo pasado
no han sido realmente nuestros gobiernos los que han negociado los
niveles de presencia extranjera en el país, sino algunos grupitos de
poder que los arrodillan y siguen haciéndolo (incluso estas últimas
semanas) en Washington. Está bien que los grupos den a conocer sus
propias agendas, pero lo que toca es que la agenda sea de nación, no
sectorial. Sobre todo cuando son agendas que atentan contra la vida de
millones de personas que habitan estos 108 mil kilómetros cuadrados.
En este momento de nuestra historia, la presencia internacional ha
jugado y está jugando un papel fundamental. El espaldarazo permanente a
la Cicig y el día de ayer a la fiscal del Ministerio Público, además de
la presencia en el Congreso de la República en semanas anteriores y en
juicios de casos paradigmáticos para Guatemala, están dejando clara su
posición. Eso nos hace sentirnos menos solos frente a las mafias que
tienen secuestrado al Estado. Quizás en unos años hayamos ganado músculo
y democracia, y entonces podremos relacionarnos de otra manera con la
cooperación. Por ahora, jugamos bajo estas condiciones y dejamos en el
tintero un tema fundamental: la ética de la cooperación, sobre todo en
un país como el nuestro. cescobarsarti@gmail.com
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