Monseñor Oscar Arnulfo Romero, 15 de agosto de 1917 - 24 de marzo de 1980
“San Romero de América camina junto a los pueblos de nuestro continente”.
Los
 mártires son semillas de vida que siembran la esperanza y fortalecen 
los caminos de la fe. Ellos han fecundado el continente de la Tierra 
Fecunda - “Abya Yala”- por la fuerza de la palabra profética y el 
testimonio de vida de quienes tuvieron el coraje y la fe de caminar 
junto a la Iglesia Pueblo de Dios. Sus voces se alzaron en todo el 
continente y el mundo. Así fue en el país hermano de El Salvador, 
sometido a la violencia con más de 70 mil muertos, exiliados y 
perseguidos. De ese dolor surgió una voz que fue guía y esperanza, 
denunciando la violencia y reclamando el respeto a la vida y dignidad 
del pueblo sometido a la guerra civil y la dictadura militar.
Fue
 la voz de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, quien vive la conversión del 
corazón y abraza el camino de la Cruz como señala San Pablo: “para 
algunos es locura, para otros es vida y redención.”
Romero
 soportó muchas incomprensiones dentro de la misma iglesia, su voz, sus 
reclamos y denuncias no quisieron ser oídas en el Vaticano; hubo 
corrientes ideológicas y mala información sobre lo que ocurría en El 
Salvador. El simplismo conceptual y político redujo todo a la 
polarización Este-Oeste, entre el capitalismo y el comunismo, basado en 
la Doctrina de la Seguridad Nacional imperante. Se olvidaron de miles de
 hermanos y hermanas víctimas de la violencia. Romero trató que el 
Vaticano lo escuche y ayude, pero salió angustiado y regresó a su país 
con el dolor en el alma.
Algunos campesinos que lo 
conocieron recuerdan que seguían las homilías de Monseñor Romero, 
sentían necesidad de oír su palabra y cuando viajaban no necesitaban de 
la radio ya que todos los vecinos las tenían encendidas y podían seguir 
la palabra del obispo en el camino.
Monseñor sabía de las 
amenazas que era objeto, pero la fuerza del Evangelio y su compromiso 
con el pueblo eran parte de su propia vida; buscaba en la oración y en 
el silencio escuchar el silencio de Dios, que le decía a su corazón, a 
su mente y espíritu.
Cuentan que unos periodistas en marzo
 de 1980 decían que el obispo estaba en la raya, en el límite en la mira
 de los militares y él presintiendo les contestó: “Sí, he sido 
frecuentemente amenazado de muerte, pero debo decirles que como 
cristiano no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré
 en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más 
grande humildad. Ojalá, sí, se convencieran de que perderán su tiempo. 
Un obispo morirá, pero la iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá
 jamás”
Ese 23 de marzo en la Catedral, Monseñor Romero 
habló de un comité de ayuda humanitaria.  Criticó “el Estado de Sitio y 
la desinformación a la que nos tienen sometidos” y señaló las muertes de
 la semana: 140 asesinatos… “Lo menos que se puede decir es que el país 
está viviendo una etapa pre-revolucionaria”. Seguidamente tomó impulso 
en su homilía y dijo:…”Yo quisiera hacer un llamamiento de manera 
especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la 
Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles: “Hermanos son de 
nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos! Y ante una
 orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice
 “¡No matar!”…Ningún soldado está obligado a obedecer una orden en 
contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es 
tiempo que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que
 a la orden del pecado. La iglesia defensora de los derechos de Dios, de
 la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta
 abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven 
las reformas, si van teñidas de tanta sangre…
“En nombre 
de Dios, y en nombre de éste sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta 
el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en
 nombre de Dios:
¡Cese la represión!”
La voz de 
Monseñor Romero se hizo escuchar con claridad a pesar de todos los 
inconvenientes e interferencia radial y en los equipos: “La iglesia 
predica la liberación”… “La catedral estalló en aplausos, el pueblo 
emocionado sentía el clamor de sus corazones”. -así lo relatan Jacinto 
Bustillo y Felipe Pick-.
Necesitaba profundamente del 
silencio y la oración, de buscar en su interior la palabra de Dios para 
que lo ayude a acompañar y escuchar a su pueblo, sufriente y 
esperanzado.
Muchos mártires sembraron sus vidas en tierra
 salvadoreña, entre ellos hay sacerdotes, religiosas y laicos 
comprometidos en las comunidades de base, en reclamar el derecho de 
vivir sin violencia y alcanzar la Paz.
Han pasado muchos 
años y el Santo de América, Oscar Romero ilumina el caminar de la 
Iglesia, su palabra y testimonio de vida es luz del Espíritu, como dice 
en la Noche Buena de 1979: “El país está pariendo una nueva edad y por 
eso hay dolor y angustia, hay sangre y sufrimiento. Pero como en el 
parto, dice Jesús, a la mujer le llega la hora de sufrir, pero cuando ha
 nacido el nuevo hombre, ya se olvidó de todos los dolores.
Pasarán
 estos sufrimientos. La alegría que nos quedará será que en ésta hora de
 parto fuimos cristianos, vivimos aferrados a la fe en Cristo, y eso no 
nos dejó sucumbir en el pesimismo. Lo que ahora parece insoluble, 
callejón sin salida, ya Dios lo está marcando con una esperanza. Esta 
noche es para vivir el optimismo de que no sabemos por dónde, pero Dios 
sacará a flote a nuestra patria y en la nueva hora siempre estará 
brillando la gran noticia de Cristo”.
El Papa Francisco 
buscó con justicia reparar del olvido al mártir y profeta y restablecer 
el testimonio de Monseñor Romero, luz de la Iglesia latinoamericana 
Pueblo de Dios que reconoce a sus profetas que inspiran y muestran el 
camino de la fe y la esperanza.
Así se va pariendo el espíritu de vida del Hombre Nuevo.
Vienen
 a mi memoria, hermanos de caminada en el continente de la Tierra 
Fecunda  que están presentes en la vida de los pueblos, son  las voces 
proféticas  de la Iglesia de nuestro tiempo, en Ecuador la voz de 
Monseñor Leonidas Proaño, Obispo de Riobamba; en Chiapas y Cuernavaca , 
en México,  las voces de los obispos Samuel Ruiz y Sergio Méndez Arceo, 
en Brasil voces proféticas como las de Don Helder Cámara , Arzobispo de 
Olida y Recife;  el Cardenal de Sao Paulo, Don Pablo Evaristo Arns; Don 
Pedro Casaldáliga de Sao Felix de Araguaya, Tomás Balduino de Goias, 
Antonio Fragoso de Crateus, teólogos como Leonardo Boff y Fray Betto; en
 Nicaragua Ernesto Cardenal,  en Chile, el Cardenal Silva Enriquez y en 
Bolivia, Jorge Manrique en la Paz. En Argentina la voz del mártir de los
 llanos riojanos, Monseñor Enriq ue Angelelli, y sus sacerdotes Carlos 
Murias y Gabriel Longeville; los obispos Jaime de Nevares de Neuquén, 
Jorge Novak de Quilmes y Miguel Hesayne de Viedma,  sacerdotes, 
religiosas y laicos comprometidos desde la fe con el pueblo, el 
martirologio de las hermanas misioneras francesas y los Palotinos,  y 
tantos otros que son como los ríos subterráneos que emergen con fuerza a
 la superficie y cambian la realidad iluminando la vida y la esperanza.
Otros
 hermanos y hermanas marcaron el mismo caminar en la fe desde la 
diversidad, de otras vertientes religiosas como la Iglesia Evangélica 
Metodista, con los obispos Federico Pagura, Carlos Gattinoni y Aldo 
Etchegoyen y sus mártires, la Iglesia Luterana con su compromiso con los
 más necesitados. El rabino Marshall Mayer, en defensa de los derechos 
humanos.
Necesitamos seguir las huellas de quienes nos 
precedieron en los caminos de esperanza, de luchas desde la fe en el 
reencuentro de la gran familia humana.
Varios de los 
hermanos mencionados fueron firmantes del Pacto de las Catacumbas en 
Roma en 1965 al finalizar Vaticano II donde fueron convocados por Dom 
Helder Cámara, y renovaron su compromiso de vivir el Evangelio junto a 
los pobres.
El Espíritu del Señor está presente en la vida
 y memoria, San Romero de América camina junto a los pueblos de nuestro 
continente.
Buenos Aires, 22 de marzo de 2015
Adolfo Pérez Esquivel
Premio Nobel de la Paz
 

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