Immanuel Wallerstein
El
26 de octubre la presidenta Dilma Rousseff, de Brasil, del Partido dos
Trabalhadores (PT), ganó la reelección en la segunda ronda de votación
por escaso margen contra Aécio Neves, del Partido da Social Democracia
Brasileira (PSDB). Pese al nombre de PSDB, ésta fue una clara
confrontación izquierda-derecha, en la que los votantes por lo general
eligen su posición de clase, pese a que los programas de ambos partidos
estén, en muchos frentes, más centristas que izquierda o derecha.
Para entender lo que esto significa debemos analizar la política de
Brasil, que es algo especial. La política brasileña está más cerca de
Europa occidental que de Norte América, que casi cualquier otro país en
el sur global. Como en los países del norte global, las contiendas
electorales se reducen finalmente a una lucha entre los partidos de
centro izquierda y centro derecha. Las elecciones tienen una
regularidad y los votantes tienden a sufragar por los intereses de su
clase, pese a las políticas centristas en ambos partidos principales,
que comúnmente se rotan en el poder. El resultado es una constante
insatisfacción de los votantes con su partido, y hay intentos constantes de la izquierda o la derecha reales por empujar las políticas en su propia dirección.
El modo en que estos grupos de izquierda o derecha emprenden sus
esfuerzos, depende un poco de la estructura formal de las elecciones.
Muchos países tienen, de facto, un sistema de dos rondas.
Esto permite que la izquierda y la derecha hagan contender a sus
candidatos en la primera ronda y después se rejunten con el voto del
partido principal en la segunda ronda. La excepción importante a este
sistema de dos rondas es Estados Unidos, cuyas fuerzas de izquierda y
derecha entran en los partidos principales y luchan desde dentro.
Brasil tiene un rasgo excepcional. Mientras que en todos estos
países los políticos cambian de partido de tiempo en tiempo, en casi
todos los países esto significa un grupo diminuto. En Brasil este
alternar partidos ocurre a diario en la legislatura nacional, donde
ningún partido principal tiene, normalmente, más que una pequeña
pluralidad de los votos. Esto fuerza a los partidos principales a
invertir una enorme energía en la constante reconstrucción de las
alianzas y da cuenta de una corrupción algo más visible, aunque es
probable que ésta no sea mayor que la corrupción real en otras partes.
En esta elección, el PT sufría la creciente desilusión de sus
votantes. Una candidata de un tercer partido, Marina Silva, intentó
ofrecer una vía media. Era conocida por tres cualidades: una mujer
ambientalista, evangélica, que no es blanca y proviene de orígenes muy
pobres. En un principio su campaña pareció levantar. Pero en cuanto
comenzó a proponer un programa muy neoliberal, su popularidad se
colapsó y los votantes regresaron a Neves, un derechista más
tradicional.
Las desilusiones con el PT se centran en que le ha sido imposible
romper estructuralmente con la ortodoxia económica, en que no ha podido
llevar a cabo sus promesas respecto de la reforma agraria, las
preocupaciones ambientales y la defensa de los derechos de los pueblos
indígenas. Reprimió también algunas manifestaciones populares de los
movimientos de izquierda: la ocasión más notable ocurrió en junio de
2013. Pese a esto, los movimientos sociales de la izquierda unieron
fuerzas y de un modo muy fuerte apoyaron al PT en la segunda ronda.
¿Por qué? Por los fuertes aspectos positivos de los 12 años de gobierno del PT. Primero que nada, el que existiera una
bolsa familiarexpandida grandemente, que pagaba una asignación mensual a la cuarta parte más pobre de la población brasileña, significativamente mejoró su vida diaria. Segundo, esto casi no lo menciona la prensa occidental, la política exterior brasileña fue muy exitosa –gracias a su importante papel en la construcción de instituciones sudamericanas y latinoamericanas que mantuvieron a raya el poderío de Estados Unidos en la región. La izquierda estaba segura de que Neves reduciría los programas de asistencia social del PT e impulsaría una nueva alianza de Brasil con Estados Unidos. La izquierda brasileña votó en favor de estos aspectos positivos, pese a todos los negativos.
El
mismo fin de semana hubo otras tres elecciones –Uruguay, Ucrania y
Túnez. La elección en Uruguay fue bastante semejante a la de Brasil.
Fue la primera ronda de elecciones presidenciales. El partido
gobernante, desde 2004, ha sido el Frente Amplio y su candidato, Tabaré
Vázquez. El Frente Amplio es en verdad amplio, de la centro izquierda a
los comunistas y los ex guerrilleros. Vázquez se enfrentó con el
candidato de la derecha clásica, Luis Lacalle Pou, del Partido
Nacional, pero también a un candidato, Pedro Bordaberry, de uno de los
dos partidos –el Partido Colorado–, que gobernara Uruguay,
represivamente, por más de medio siglo.
En la primera ronda, Vázquez obtuvo 46.5 por ciento de los votos
contra cerca de 31 por ciento de Lacalle, lo que no es un margen
suficiente para evitar una segunda vuelta. Bordaberry, con apenas 13
por ciento, ahora a cedido su respaldo a Lacalle, pero parece probable
que Vázquez ganará más o menos por las mismas razones por las que
triunfó Rousseff. Además, a diferencia de Brasil, su partido controlará
la legislatura. Así, Uruguay también reafirmará el esfuerzo por
construir una estructura geopolítica autónoma en América Latina.
En Ucrania fue totalmente diferente. Lejos de construirse en torno a
una lucha de clases izquierda-derecha con dos partidos centristas que
intentan asegurar votos, la política de Ucrania está ahora dividida
alrededor de una fractura regional etnolingüista. En estas elecciones
el gobierno, orientado a Occidente, cargó los dados a su favor con tal
de excluir a los llamados movimientos separatistas de Ucrania oriental
de cualquier papel real. Como tal, estos últimos boicotearon las
elecciones y anunciaron que mantendrían sus propias instancias
regionales. En las elecciones que promueven a Kiev, parece que aquellos
que ahora gobiernan –el presidente Petro Poroshenko en alianza con su
rival, el primer ministro Arseniy Yatsenyuk, de otro partido– se
mantendrán a sí mismos en un tándem de poder, excluyendo de cualquier
rol al verdaderamente ultranacionalista partido del Pravy Sektor (el
sector de la derecha).
Finalmente, Túnez es también bastante diferente. Túnez es considerado el impulsor de la llamada primavera árabe,
y hoy parece ser su único sobreviviente. Ennahda, el partido islámico
que ganó las elecciones, perdió fuerza considerable al impulsar muy
pronto un programa en pos de la islamización de la política tunecina.
Hace unos meses se vio forzado a ceder su lugar a un grupo interino
tecnocrático, y perdió un gran número de votos (aun de islamistas) en
esta segunda elección.
El ganador fue Nadaa Tunis (el Llamado de Túnez). Su política es
clara en un sentido. Es un partido laico. Su líder es el venerable
político de 88 años Beji Caid Essebsi, que sirvió en los llamados
gobiernos Destourian (por el Partido Socialista Destourian,
que gobernó el país tras la independencia) hasta que se convirtió en un
disidente importante. Su problema es poder mantener unida a una
coalición muy fragmentaria de muchas fuerzas laicas –primordialmente la
gente joven que encabezó el levantamiento contra el presidente Zine el
Abidine Ben Ali en 2011, y varios miembros de ese mismo gobierno, que
ahora volvió a entrar a la arena política.
En cualquier caso, aunque Nadaa Tunis tenía una pluralidad de 85
escaños de 217 y Ennahda se reducía a 69, los otros están repartidos en
muchos partidos más pequeños. Habrá un gobierno de coalición,
posiblemente aun una coalición de todos los partidos. Así que mientras
los jóvenes revolucionarios tunecinos de 2011 celebran su victoria
contra Ennahda, nadie sabe a dónde va a conducir todo esto.
Yo digo ¡hurra! por Brasil, donde ocurrió la más importante de estas
elecciones. Pero ahí, como en el resto de países, el juego no ha
terminado. ¡Para nada!
Traducción: Ramón Vera Herrera
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