Para
muchos líderes autoritarios y varios aparatos de espionaje, la pandemia
de Covid-19 ha significado una oportunidad dorada. Con millones de
ciudadanos alrededor del mundo instalando aplicaciones de
geolocalización en sus celulares de buena gana, parece quedar demostrado
que no es necesario forzar los mecanismos de control y vigilancia sobre
la gente, sino que basta con azuzar el miedo para que ella misma los
solicite.
La aceptación fácil de la vigilancia estatal
parece guiada, además, por cierta irresponsable idea: dado que no tengo
nada que ocultar, da igual que el gobierno o alguna corporación se
inmiscuya silenciosamente en mis espacios privados y extraiga toda la
información que pueda. Da igual que sepan dónde y con quién estoy.
Algunos ciudadanos “de bien” hasta sacan pecho al sostener semejante
posición.
Pero esa ingenua noción olvida que los gobiernos
cambian y las herramientas de control y vigilancia del ciudadano
permanecen, pudiendo ser heredadas por agentes menos escrupulosos y, por
lo general, poco preocupados por la sanidad. Esa idea –tan burguesa–
olvida además que el desacato de la ley ha sido fundamental para el
avance de nuestra sociedad en el pasado, como seguramente lo es ahora en
muchos aspectos y lo volverá a ser en el futuro. Ahí están quienes hace
doscientos años asistían en la fuga de esclavos exponiéndose a la
cárcel, luego quienes desafiaron el Apartheid y otros órdenes
discriminatorios legalizados, sin duda abrazados entonces por esa
medianía burguesa.
Vigilancia y biopolítica
Las
coloridas y lúdicas aplicaciones de “smartphone” que alegremente
instalamos suelen ocultar el verdadero alcance de la información que
extraen de sus usuarios, así como el hecho de que compartirán dicha
“data” con el gobierno local si acaso fuera requerida. ¿Pensó que ese
anuncio de YouTube sobre un novedoso mecanismo nasal para evitar los
ronquidos apareció por casualidad? No: el micro de su celular lo escucha
roncar en las noches. Cada mañana, Google –a través de su aplicación
“Maps”– cuenta los pasos que da cuando sale a comprar el pan. Su
inteligencia artificial ya sabe de su deplorable condición física, por
lo que el próximo producto a ofrecerle seguramente será una faja o la
última dieta revolucionaria.
La pequeña computadora
personal que llevamos en el bolsillo, en Corea del Sur –uno de los
países que mejor combatió la pandemia– sirvió para controlar los
movimientos del ciudadano en cuarentena, como un grillete electrónico.
El enfermo o sospechoso, además, debía reportarse a diario a través de
una aplicación, como un reo en libertad condicional (como nos sentimos
muchos al salir brevemente a la calle estos días, siempre vigilados).
En
Israel te llega un mensaje de texto explicándote que debes aislarte,
pues estuviste en contacto con fulanito hace un par de días en tal o
cual café y ahora él presenta síntomas. Lo manda el Shin Bet, la
inteligencia estatal. En Australia –con 7,000 infectados y 102 muertos
por Covid-19– una pareja recibió una cuantiosa multa a mediados de abril
por colgar en sus redes sociales las fotos de un viaje de placer
realizado en 2019. La policía pensó que habían hecho un “viaje no
esencial” durante la cuarentena. O puede que le moleste ese tipo de
fotos en un momento en que la gente debe permanecer en casa.
Bajo
la nueva normalidad pospandemia, podemos dar por sentado que pronto
tendremos un montón de nuevas cámaras observándonos. Serán relucientes y
sofisticadas, con su halo futurista. Habrá desde las que identifican
caras –y emociones– hasta las que miden la temperatura corporal. No
necesitarán de ningún operador somnoliento al acecho de conductas
indebidas o rostros sospechosos; ellas harán todo solas, sin fallar y
sin cansarse.
La privacidad del ciudadano conectado y
global de estos tiempos ya había recibido un durísimo golpe con el 9-11,
cuando el gobierno norteamericano se hizo con poderes especiales para
acceder a la información privada de su población, entendida por algunos
de sus oficiales como el mundo entero. Pero las escuchas incluirían
luego a presidentes y jefes de gobiernos “aliados” sin relación con
Osama bin Laden o la “seguridad nacional”, como Dilma Rousseff, Ángela
Merkel o Nicolás Sarkozy –y sus socios y ministros–. Todos serían
espiados por la National Security Agency (NSA), expuesta en 2013 por su
exoperador Edward Snowden (otro ejemplo de legítimo desacato de la
ley).
El “Patriot Act”, que legalizó el espionaje a gran
escala y con escasas barreras legales en 2001, sigue vigente 19 años
después de los hechos, ofreciendo un gran ejemplo de cómo estas medidas,
una vez instaladas, se vuelven resistentes a la baja. Distintos miedos,
muchos de ellos inflados por la propaganda, le dan vida a este tipo de
herramientas de control y vigilancia que, en muchos casos, producen una
sensación de seguridad dudosa o temporal.
Así, lo que en
China se impone desde lo más alto del Partido Comunista de manera
vertical, pero abierta y pública, en Occidente se vende como
indispensable para la seguridad o se aplica subrepticiamente (para ser
revelado luego, en el mejor de los casos, por algún valiente
“whistleblower”).
En la nueva normalidad, la información,
también concentrada en pocas manos, le permitirá a los poderes públicos y
privados saberlo absolutamente todo sobre nosotros. Incluso nuestro
cuerpo, cuya temperatura es medida ahora de manera rutinaria en las
puertas de los supermercados, quedará abierto y expuesto al ojo
vigilante del gobierno, todo bajo pretextos sanitarios que se ve muy mal
discutir. En ese mundo “feliz”, haciendo referencia a la novela
distópica de Aldous Huxley, podrían convencernos –ya lo están haciendo–
de que la seguridad del resto dependerá de que todos nos inoculemos los
mismos fármacos y vacunas, rutinariamente y de manera obligatoria.
Biopolítica,
así le llama el filósofo Byung Chul-Han: “Es posible que en el futuro
el Estado controle también la temperatura corporal, el peso, el nivel de
azúcar en la sangre, etc.”. Ahora China, como tomando la posta en la
globalización: “…podrá vender su Estado policial digital como un modelo
de éxito contra la pandemia”, agrega el surcoreano.
Acusa a tu vecino
Si
lo hacías en la Alemania nazi eras un ciudadano ejemplar, responsable y
sano. Lo mismo en INGSOC, la Inglaterra Socialista de la novela 1984,
de George Orwell (la otra genial distopía del siglo XX). Hoy vuelve la
tendencia en versión digital: aplicaciones para denunciar al vecino que
salió a correr dos veces o que estornuda sospechosamente en la
distancia. Señalar a otro te pone automáticamente en el lugar del bueno
o, al menos, así se siente. Como informó en marzo la BBC, con las
recientes cuarentenas se ha dado ese llamativo fenómeno: la gente llama a
delatar al vecino que salió a correr por segunda vez.
En
China, ese afán acusatorio –ser un soplón– le granjearía al ciudadano
algunos puntos extra de “crédito social”, como se llama al sistema
impuesto en el gigante asiático para controlar el buen comportamiento
ciudadano. En el país de Xi Jinping, donde las cámaras que identifican
rostros y fiebres se encuentran instaladas en cada esquina desde hace ya
un tiempo, un periodista llamado Liu Hu reveló un posible caso de
extorsión que involucraba a un oficial del régimen, quien respondió
acusándolo exitosamente de difamación.
Hoy, Hu –residente
de la ciudad china de Chongqing–, es un ciudadano sospechoso, mal visto:
carece de crédito social. No puede abordar trenes pues la máquina
expendedora de boletos –con su fría e impersonal pantalla táctil– se
rehúsa a darle siquiera la hora. Sus cuentas en redes sociales han sido
bloqueadas y ahora teme que su familia empiece a sufrir las
consecuencias del ostracismo al que él viene siendo sometido. Su drama
se parece demasiado al de Winston Smith, protagonista de 1984, cuya
conducta –y pensamiento– eran evaluados constantemente por el Gran
Hermano, un gran ojo omnipresente. Si te salías de los márgenes del
“pensamiento correcto” –fidelidad absoluta al partido–, lo que podía
inferirse a partir de algo tan sencillo como una mueca de aburrimiento,
tu escasa libertad pasaba rápidamente a la historia.
En
nuestro futuro “biopolítico”, el cuerpo humano será sinónimo de riesgo
biológico, de insalubridad. La guerra perpetua que justifica todo no se
combatirá contra el ejército de Oceanía o Eurasia, como en 1984, sino
contra un virus. Como observa la profesora y escritora canadiense Naomi
Klein (“La doctrina del shock”): “Es un futuro en el que nuestras casas
no serán nunca más exclusivamente espacios personales, sino también, a
través de conectividad digital de alta velocidad, nuestras escuelas, la
oficina del doctor, nuestros gimnasios y, si así lo determina el estado,
nuestras cárceles”.
La plaga de coronavirus habría
acelerado un proceso que ya había empezado. Ahora ciudades como Nueva
York, de la mano de Google y Amazon, se están poniendo a la vanguardia
en la creación de ese mundo donde “para el privilegiado, casi todo será
llevado a casa por delivery”, como observa Klein. “Es un futuro con
menos profesores, doctores y choferes… uno en el que cada movimiento,
palabra y relación son rastreables y monetizables”.
Publicado en Hildebrandt en sus trece, el 29 de mayo 2020
https://www.alainet.org/es/articulo/206910
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