Julian
Assange ha sido detenido. Finalmente cazado. Y no puedo permanecer
objetivo ante ello, duele ver un compañero caído. Sin embargo, la mayor
cuchillada de la emboscada la ha recibido la democracia, también rehén
de Occidente. También encerrada en una habitación, casi sin comunicación
con el resto de la humanidad. Casi rendida a su suerte. Porque la
detención del activista australiano es la constatación del fracaso de toda una sociedad, el colapso de un imperio. El certificado de defunción de la Europa de los Derechos Humanos.
La operación
para cazar a Assange y ejecutar sobre él la venganza de unos poderes
fácticos que se sintieron mas desnudos y heridos que nunca llevaba años en marcha,
aunque de alguna manera hacía ya mucho tiempo que habían vencido,
porque siete años encerrado entre cuatro paredes ya es una victoria de
los criminales y una derrota del decente. De la decencia. Y es que
Assange ya era un prisionero aun cuando Ecuador era hospitalario, lo
único que sucedió fue que los últimos tiempos, los de Lenín Moreno, pasó
de la azotea a la mazmorra. No era buena señal.
Parece ser que los planes entre norteamericanos, británicos y ecuatorianos
se fueron poco a poco urdiendo, como la tela que la araña
laboriosamente acomoda a la presa cuando esta ha caído en su trampa. De
hecho, en noviembre pasado se desveló que EEUU planeaba acusar al
activista, al alertador, y no es casualidad que nada más conocerse su
detención se haya filtrado que se pretende reabrir las causas contra él
por violación en Suecia. La ley es la ley, pero a veces parece una
pesada maza en manos del poder aplastando a todo aquel que discute.
De
nada ha servido que una resolución de la ONU considerara ilegal la
detención, porque si nada sirvió para detener la maquinaria de la
venganza norteamericana cuando esta se dirigió hacia Irak o Afganistán,
hacia dos pueblos a los que han reducido casi a cenizas, era casi
imposible que la apisonadora se detenga ante un solo hombre. Y el
imposible pareció factible durante años. Pero si millones de muertos y
desplazados y dos países sin futuro como los mencionados no fueron
obstáculo para el apetito de EEUU, Assange tampoco podría. Y la ONUes, como la democracia, como la Europa de los Derechos Humanos, otra de las grandes damnificadas.
Los denunciantes de corrupción llevamos años pidiendo a la ONU, a Europa y a nuestras democracias que nos protejan,
que se interpongan entre los poderosos, esos a los que hemos
denunciado, y nosotros. Que eviten la mayor. Que paralicen de una vez la
sangría. Que dejemos de perder nuestros trabajos, nuestras vidas,
nuestros futuros. Que cesen las falsas imputaciones. Que dejemos de ser
contemplados como criminales, que se terminen las sospechas. Que acaben
las oscuras maniobras que nos llevan al abismo. A dormir en un coche, a
pasar hambre, a no tener trabajo, a perder nuestras viviendas, a morir
en vida. A ocultarse como un criminal en una embajada durante años. A
morir socialmente.
Porque Julian Assange, como la mayoría de los denunciantes de corrupción, hace mucho tiempo que fue ejecutado socialmente en la tapia.
Y no por el caso de violación, que es hasta menor a pesar de la
gravedad, sino por una imputación todavía más grave que le perseguirá
para siempre: traidor. Julian Assange será siempre un soplón o un
chivato (así calificó a los denunciantes de corrupción el medio 'El
Español').
Habrá que ver si consigue
sobrevivir a la prisión, pero si lo hace jamás podrá tener un trabajo
normal ni podrá caminar con su familia con tranquilidad ni siquiera
imaginará viajar para disfrutar de unos días de descanso. Todo eso no existirá jamás para él.
Y ello se debe a que nuestra sociedad, Occidente, ha fallado a aquellos
que más dieron por hacerla mejor. A los que se enfrentaron al poder.
La Unión Europea, la ONU y nuestras democracias occidentales no han sido capaces de implementar medidas de protección
contra los alertadores de corrupción. La directiva europea para
proteger a los alertadores sigue incomprensiblemente bloqueada y en caso
de aprobarse ya se sabe que será manifiestamente insuficiente.
Pero, sobre todo, nuestro fracaso es cultural y educativo.
Assange debería tener una estatua, una plaza y una calle en cada pueblo
o ciudad del mundo, por pequeño que fuera, para ser ejemplo para todos
nosotros y para las siguientes generaciones de lo que un ciudadano
debería hacer. Debería ser un ejemplo en las escuelas, un referente para
las familias del servicio que todos debemos a nuestras sociedades. Y
también recuerdo de un tiempo en el que alertar o denunciar suponía
sufrir una terrible persecución. Unos tiempos arcaicos ya superados.
Desgraciadamente, Occidente vive en el anacronismo, en la lenta
agonía de nuestras democracias, en el continuo atropello de los
poderosos. Assange será encerrado, perderá su libertad y mañana, tal vez
pasado, dejará de ser noticia, como le sucedió a Manning. Languidecerá
en una prisión. Quizás un día, con suerte, un presidente norteamericano,
ansioso de un Premio Nobel de la Paz, le excarcele como signo
inequívoco de su magnificencia y bondad. Dentro de unas cuantas
generaciones, si es que no nos hemos aniquilado, tal vez se pida perdón y
con toda seguridad habrá un momento en el que los seres humanos se
pregunten cómo fue posible.
Hasta que eso pase, o aunque ello suceda, Estados Unidos cobrará su venganza
y el resto del mundo contemplará el espectáculo entre impasible,
impotente e indolente. No es tiempo para los Derechos Humanos ni para la
Democracia. No es tiempo de alertadores o denunciantes de corrupción,
es tiempo de soplones y chivatos. Es tiempo de venganza.
Las
declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva
responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de
vista de RT.
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