Uruguay: la semana en que Tabaré Vázquez descabezó la cúpula de Defensa
Brecha
No aclares, que
oscurece. El dicho popular alcanzó un gran rating en la crisis política
desencadenada a raíz de las confesiones del teniente coronel José
Gavazzo (1) sobre el asesinato del tupamaro Roberto Gomensoro,
contenidas en las actas de un Tribunal de Honor, que provocaron la
destitución de seis generales, entre ellos, el comandante del Ejército
que había sido nombrado días antes por Tabaré Vázquez.
La
destitución de los militares y la renuncia inducida del ministro de
Defensa, Jorge Menéndez, y su subsecretario, Daniel Montiel, se ha
visualizado como un estallido, cuando, en realidad, es un proceso que
comenzó a mediados de febrero y que transcurrió discretamente hasta que
un informe periodístico reveló el contenido de las actas del Tribunal de
Honor. El relevo del comandante del Ejército Guido Manini Ríos, el 15
de marzo, y el nombramiento de su sucesor, general José González, fueron
consecuencia de las críticas a la actuación de la justicia que el
primero de los nombrados formuló en un documento cuando solicitó
entrevistarse con el presidente para que se produjera una definición
sobre la homologación del fallo del tribunal. Ese fallo absolvía a
Gavazzo de lesionar el honor de las Fuerzas Armadas, a pesar de haber
sido condenado por 28 homicidios y desapariciones. El tribunal
condenaba, en cambio, a Gavazzo a pasar a la situación de reforma por
haber permitido que un coronel, Juan Carlos Gómez, permaneciera en
prisión durante tres años, cuando sabía que era inocente. Las opciones
de los generales que actuaron en el tribunal revelaron varas distintas
para sopesar injusticias: tomaron medidas frente al encarcelamiento de
un coronel, pero eludieron tomar aquellas que pudieran satisfacer a los
familiares de 28 víctimas asesinadas.
En ese momento, 16 de
marzo, nadie, ni el presidente Vázquez, ni el general Manini, ni el
secretario de la Presidencia, Miguel Ángel Toma, ni el ministro de
Defensa en funciones, Montiel, explicó por qué Gavazzo sabía de la
inocencia de Gómez. Hubo, en ese momento, una apuesta por mantener un
discreto silencio en la esperanza de que el asunto se olvidara. Entre
otras cosas, se incurrió en la flagrante contradicción de ascender a la
jefatura del Ejército a un general que no advirtió, en la consumación de
28 asesinatos, una lesión al honor militar.
Fue necesario que
lo inexplicable e inexplicado tomara estado público cuando el periodista
Leonardo Haberkorn publicó en El Observador detalles de las
declaraciones que Gavazzo formuló ante los generales González, Alfredo
Erramun y Gustavo Fajardo. En el tribunal, Gavazzo admitió que en 1973
se hizo cargo del cuerpo de Roberto Gomensoro, lo trasladó en un
vehículo hasta el Río Negro, lo embarcó en una lancha y finalmente lo
arrojó a las aguas. Declaró que todo lo había hecho él solo, sin ayuda,
con la evidente intención de subrayar que no involucraba a subalternos.
La publicación de parte de las actas hizo trizas la política de
silencio. Ante el nuevo panorama, el presidente tomó drásticas medidas:
destituyó a los tres generales del tribunal, entre ellos, al flamante
comandante que había asumido hacía una semana, y comunicó que aceptaba
la renuncia del ministro de Defensa y del subsecretario. Primero un
comunicado de la Presidencia y luego declaraciones que Vázquez formuló
para el informativo de Vtv pretendieron atenuar las aristas más oscuras
del episodio. Vázquez, que ya había encomendado al presidente del Frente
Amplio, Javier Miranda, que difundiera la noticia de que él, el
presidente, no estaba en conocimiento de la confesión de Gavazzo, en sus
declaraciones al periodista Gabriel Pereyra admitió que no había leído
el expediente, aunque había sido informado de él. Explicó que por día
firmaba unos 50 documentos. De todas formas, aclaró que estaba dispuesto
a asumir la responsabilidad política de los hechos.
Las
ambigüedades y las opacidades de que hicieron gala los principales
protagonistas sufrieron otro sacudón, cuando el diario El País reveló
que a mediados de febrero el ministro Menéndez, no bien recibió y leyó
las actas del tribunal, se dirigió a la Torre Ejecutiva y se entrevistó
con Vázquez, a quien interiorizó del contenido de las actas. Como
explicó después el presidente, le pidió a Menéndez que trasladara al
secretario de la Presidencia, Miguel Toma, los antecedentes y que se
efectuara la denuncia penal correspondiente. Tal como reveló El País,
Menéndez se entrevistó con Toma, por más que este colorado, hombre de
confianza de Tabaré Vázquez, negó esa entrevista y pretNota endió
deslindar la responsabilidad en una conversación telefónica que no lo
deja muy bien parado. Fue necesario que el propio Menéndez, aquejado de
una grave enfermedad que lo obligó a solicitar licencia a principios de
marzo, dejara por escrito todos los detalles en una carta que elevó al
presidente. Recién entonces, Toma admitió haberse reunido con Menéndez y
haberse enterado de las confesiones de Gavazzo. Sin embargo, deslindó
la responsabilidad al depositar en el Ministerio de Defensa la tarea de
formular la denuncia penal que el presidente le había encomendado a él.
Con ello, Toma le pasaba la pelota a Montiel, ministro en funciones,
cuya actuación en todo el episodio mereció un respaldo del Mpp.
La carta de Menéndez despejó un aspecto que provocaba escozor en el
Frente Amplio: la duda de si el presidente sabía o no los extremos de la
declaración de Gavazzo. Ahora no cabe duda de que Vázquez fue alertado
de la confesión del delito. Otra cosa es saber con qué minuciosidad leyó
el documento, si es que lo leyó, lo que no reduce su responsabilidad.
Lo más grave es que la documentación no sólo refiere a confesiones de
Gavazzo, sino que también incluye confesiones y denuncias del coronel
(r) Jorge “Pajarito” Silveira, quien reveló que Gavazzo también asesinó a
otro tupamaro, en 1974. Silveira afirmó, además, que Gavazzo era
responsable de unas cien desapariciones. Todo eso estaba en el
expediente que Vázquez no leyó. Un agudo observador de la realidad
política comentó: “Hay que recordar que un vicepresidente de la
República, nada menos, fue obligado a renunciar por la compra indebida
de un colchón con una tarjeta institucional”.
Ambigüedad y gatopardismo
En el cocido de este guiso hay dos ingredientes principales: uno, la
pervivencia, a través de las sucesivas generaciones de oficiales, de una
concepción invariable de la doctrina de la seguridad nacional, una
defensa del terrorismo de Estado y un compromiso férreo con la omertà.
La actitud del ex comandante Manini Ríos de ordenar la continuación de
las actuaciones del tribunal, a pesar de que fue informado del tenor de
las declaraciones de Gavazzo y Jorge Silveira, es una prueba de esa
actitud. También la de los tres generales, que se sometieron a la
disciplina cuando, como funcionarios públicos, estaban en la obligación
de formular una denuncia ante el conocimiento de un delito.
Al
justificar su actitud, Manini expresó que la confesión de Gavazzo no era
una novedad, porque ya había sido procesado en el expediente del
asesinato de Gomensoro, pero se cuidó de no comentar que Silveira
acusaba a Gavazzo de otros dos delitos, por lo menos: la muerte de
Eduardo Pérez Silveira, víctima de la explosión de una granada arrojada a
su celda del cuartel de Artillería número 1 en 1974, y la desaparición
de María Claudia García de Gelman, en diciembre de 1976 o enero de 1977.
Aunque enfáticamente afirmó, en el acto de proclamación de su
candidatura a la presidencia de la República, que no había escondido
nada, después, en una entrevista concedida a Búsqueda, admitió que,
quizás, había sido un error no formular la denuncia correspondiente.
El otro ingrediente tiene que ver con la ambigüedad y el gatopardismo
del poder político en la cuestión de los derechos humanos. No era
necesaria la confesión de Gavazzo para conocer el horror de los crímenes
de la dictadura, tal como expresó Julio María Sanguinetti. De hecho, el
ex presidente en sus dos mandatos hizo lo posible por impedir la
investigación del terrorismo de Estado: archivó los expedientes de las
denuncias y bloqueó los intentos de desarticular la impunidad que él
mismo impulsó.
Vázquez, al comentar las confesiones de Gavazzo,
concluyó que se desmoronaba la política del silencio sobre las
atrocidades del pasado. Parece un exceso de optimismo, porque nada
induce a pensar que espontáneamente, ahora, todos los guardianes de los
secretos harán cola para confesarse. De hecho, la confesión de Gavazzo
está directamente relacionada con la forma en que el ejército encara los
tribunales de honor (véase nota aparte).
Entre los aplausos por
la destitución de los seis generales (tres del Tribunal de Honor y tres
del Tribunal de Alzada), el pedido al Parlamento para el pase a reforma
de otros tres y las críticas por la forma opaca en que el gobierno
administró la crisis, la oposición tiene la oportunidad de apoyar la
creación de instrumentos que permitan y faciliten la investigación de
los crímenes y definan las responsabilidades. Ante el “horror” ahora
“descubierto”, todos coinciden en la necesidad de reparar las omisiones,
pero el único camino sugerido es dejar que la justicia penal tome
cartas en el asunto (véase nota aparte).
Para encauzar
efectivamente la investigación de los crímenes, es necesario que el
poder político (gobierno y Parlamento) otorguen las herramientas para
ubicar los archivos militares que contienen los informes sobre las
actuaciones de la represión. El llamado “Archivo Berrutti”, una
colección voluminosa de imágenes microfilmadas, aporta indicios sobre
dónde buscar la información concreta: hay por lo menos 12 archivos de
otros tantos organismos militares, que deberían ser ubicados y sacados a
luz. El ex ministro Menéndez ensayó algunas iniciativas al autorizar el
ingreso a determinadas unidades para la digitalización de sus archivos;
y el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, autorizó la digitalización
del archivo de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia. Sin
embargo, no existe hasta ahora un equipo oficial, con los recursos
necesarios para estudiar todo ese material. Una tarea de tal magnitud, a
realizar de forma independiente y a resguardo de presiones, sólo puede
llevarla a cabo algún organismo con respaldo parlamentario, como la
Institución Nacional de Derechos Humanos, entre cuyas atribuciones está,
precisamente, la potestad de ingresar a cualquier lugar sin aviso
previo.
La ubicación de los archivos sobre los operativos
militares es una tarea que aún está por encararse. Quizás el nuevo
ministro de Defensa Nacional, José Bayardi, disponga alguna iniciativa
concreta en ese sentido.
los relatos en el tribunal. Tal vez la
novedad más interesante que aportó la confesión de José Gavazzo en el
Tribunal de Honor que lo juzgó por una eventual lesión del honor militar
(además de provocar la crisis que dejó en evidencia la hipocresía
militar y el gatopardismo político) es la confirmación de un principio
castrense que obliga a revisar la óptica con que se mide la
responsabilidad penal en los casos de delitos de lesa humanidad.
Según las reproducciones de parte de las actas (que saludablemente
deberían ser puestas al acceso de todos), José Gavazzo relató ante los
generales del tribunal que en el cuartel de La Paloma encontró sin vida a
un prisionero que estaba siendo interrogado. Gavazzo no dice que él lo
mató, que es responsable de la muerte, pero dice que inmediatamente le
comunicó la novedad al jefe de la unidad, el coronel Alfredo Rubio. Él,
Gavazzo, por entonces mayor, era el segundo jefe de esa unidad de
Artillería. La confesión describe que, después de dar detalles a Rubio,
ambos se trasladaron a la Región Militar número 1 y le comunicaron lo
sucedido al general Esteban Cristi. En el despacho del jefe de la
Región, Cristi decidió que se desprendieran del cuerpo de Gomensoro, es
decir que el asesinado pasaría a ser un desaparecido. Entonces, Gavazzo
relata que, obviamente con la autorización de Rubio, trasladó el cuerpo
hasta el Río Negro y lo lanzó al agua.
Esta versión de Gavazzo
fue corregida por el coronel (r) Jorge Silveira, quien, al declarar en
el tribunal, dijo que Rubio, profundamente enojado por la muerte de
Gomensoro, se había trasladado solo al comando de la región para
informar a Cristi. Gavazzo había quedado en el cuartel.
A los
efectos del significado del relato, son irrelevantes las diferencias
entre las versiones. Lo que importa es que el mayor Gavazzo informó a su
superior, Rubio, y este informó a su superior, el general Cristi. Y
que, producto de ello, hubo una orden de actuar para remediar la
situación. El ejemplo confirma una convicción extendida entre militantes
de derechos humanos y políticos sensibilizados con el tema: todos los
actos militares requieren la correspondiente orden superior; el mando
debe siempre estar informado de los sucesos y ordenar en consecuencia.
Puede haber excepciones, casos en los que un subordinado actúa sin el
visto bueno de su superior, pero, en ese caso, la venganza será
terrible, porque la iniciativa socava el pilar de la verticalidad del
mando; la obediencia debida es la contracara del control absoluto del
mando. La iniciativa debe contar siempre con el respaldo superior para
concretarse, y la iniciativa que no cuenta con la autorización es
severamente castigada.
Los legajos de los oficiales de las
Fuerzas Armadas están repletos de sanciones por esa causa. De lo que se
desprende que ningún oficial tomará la iniciativa de asesinar a un
prisionero si no cuenta con la autorización superior. Puede que ocurra
un accidente y que la muerte no sea premeditada, pero siempre habrá una
intervención del superior.
Si ese es el criterio que rige para
la vida militar, entonces hay que concluir que las atrocidades del
terrorismo de Estado fueron ordenadas o avaladas por el superior. Si un
comando de militares uruguayos asesinó en Buenos Aires a Zelmar
Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, fue porque contó con la debida
autorización. Y el enterramiento de Julio Castro, por poner otro
ejemplo, en el predio del Batallón 14 de Infantería, en Toledo, debe de
haber contado con el conocimiento y la autorización del jefe de la
unidad de aquel entonces, agosto de 1977. ¿Qué autoridad podía llegar a
ejercer ese comandante con sus subordinados, si cualquiera podía entrar
en los predios del cuartel a enterrar cuerpos? Por el contrario, es
dable suponer que ese superior sabía quién ordenó el enterramiento,
quién le dio la orden y quiénes ejecutaron la acción, oficiales y
soldados. Sin embargo, hasta ahora nadie pregunta, en cada caso
investigado, quién daba las órdenes, quién autorizaba.
Otro
punto de reflexión es por qué en los tribunales de honor se cuenta, se
dice, se admite lo que se niega en otros ámbitos, en especial en la
justicia. Gavazzo, por ejemplo, negó siempre ante los magistrados tener
algo que ver con el asesinato de Gomensoro, pero lo confiesa en el
tribunal. Una explicación aceptable es que la norma, en las Fuerzas
Armadas, dicta que en los tribunales de honor se debe decir la verdad,
quizás porque los miembros del tribunal, oficiales superiores, no pueden
permitir que un subordinado les mienta en la cara y los engañe. Es otra
forma inadmisible de atentar contra la verticalidad del mando.
Este tribunal, que tanta repercusión ha tenido, no es una excepción. Hay
otras actas, en las que los oficiales han admitido lo que en otras
instancias han negado. Por ejemplo, en el tribunal que juzgó la conducta
de Manuel Cordero, “acusado” de ser homosexual, algunos de los
acusadores admitieron que secuestraron, interrogaron y presionaron a
civiles que concurrían a los mismos bares frecuentados por Cordero para
obtener pruebas. Admitieron que habían amenazado a dichas personas con
represalias si llegaban a difundir lo que habían vivido. Cordero, por su
parte, se defendió con un argumento irrebatible: en las fechas de las
acusaciones, en 1976, él permaneció en comisión en Buenos Aires todo un
año, lo que significó la confirmación de que estuvo actuando en
Automotores Orletti, torturando a uruguayos secuestrados, como fue
acusado por decenas de víctimas.
Para redondear ejemplos: el
coronel (r) Ernesto Ramas admitió ante un tribunal que había realizado
el secuestro extorsivo de un narcotraficante a quien acusó de ser
“terrorista” para mantenerlo incomunicado en el centro clandestino de La
Tablada, mientras se tramitaba una transferencia bancaria. Y el coronel
Eduardo Ferro, enfrentado en un tribunal con su colega de la
inteligencia Carlos Silva, admitió que el Sid mantenía relaciones
estrechas con la Cia.
Nota
(1) Uno de los principales represores de la dictadura, se le
tipificaron 28 homicidios. Actualmente con “prisión domiciliaria” por
“razones de salud”, continúa cobrando la jubilación de militar en
“situación de reforma”.
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