Alainet
En medio de la crisis
del Cono Sur que se inició en el año 2001 y se profundizó en el 2002,
todos se horrorizaban, con cierta dosis de inevitable acostumbramiento,
por los niños que comían basura o se drogaban con pegamento debajo de
los puentes. No eran casos aislados. Fue una epidemia súbita que arrojó a
casi un veinte por ciento de los hijos de la clase media a la miseria y
el abandono, debido al descalabro de la economía, al desempleo masivo y
de los ya debilitados planes sociales de los gobiernos anteriores que,
tanto en Uruguay como, sobre todo, en Argentina, se habían alineado a
las recetas privatizadoras del FMI.
¿Dónde están hoy esos niños? ¿Desaparecieron? No.
Todo presente tiene un pasado, y aunque la gran mayoría de ellos hayan
salido a flote, hacia una vida digna de lucha y trabajo, basta con un
pequeño porcentaje para crear un fuerte estado de inseguridad debido
delitos crecientes en número y crueldad. Como solución, no pocos miran
los tiempos de la dictadura militar con nostalgia, por el simple hecho
que, por entonces, crímenes y violaciones de todo tipo, física, moral y
económica, simplemente no salían en las noticias y quienes las
denunciaban, desaparecían o perdían sus trabajos, en el mejor caso.
Por entonces, en medio de nuestras propias urgencias y necesidades,
advertimos varias veces, con el pudor de estar terriblemente
equivocados, que aquella crisis se podía superar en cinco años con un
nuevo orden económico, que la economía de cualquier país se podía
recuperar en un breve período, pero los efectos sociales siempre tienen
consecuencias que persisten de diversas formas y son, por lejos, muy
difíciles de resolver. El sermón dirigido a un delincuente, producto de
una infancia deshumanizada por todas sus condiciones de inicio, sean
familiares o sociales, no funciona. La inevitable cárcel, cuando no
posee los onerosos recursos que realmente necesitaría, suele ser una
universidad donde los delincuentes hacen posgrados.
Lo que por
entonces repetíamos, literalmente (y estoy seguro que muchos pensaban
igual), era que la situación de aquellos numerosos niños de la calle y
de las precarias periferias eran “una bomba de tiempo programada para
reventar en quince años”. Ahora, los políticos, tanto en la oposición
como en el gobierno, repiten que “los delincuentes ya no tienen
códigos”. La afirmación parece inocente, considerando que la definición
de delincuencia es la de romper reglas y códigos, pero desde al menos un
punto de vista está expresando una verdad: existe una degradación
profunda de valores humanos (y no sólo entre los delincuentes). ¿No es
lógico, entonces? ¿Qué se puede esperar de niños que fueron previamente
deshumanizados por las más horrendas condiciones de educación social,
desarrollo biológico y crecimiento personal?
Muchos se
acordarán de esta metáfora de la bomba de tiempo, sobre todo en algunas
reuniones familiares antes de irnos del país. Claro que este no es el
único factor de la violencia social (tal vez hablar de “violencia
social” es una redundancia). Es necesario considerar, al menos, otros
factores como:
1) La cultura consumista y sus efectos violentos
en muchos otros países, alguno de los cuales distan mucho de ser
pobres, como en Estados Unidos. El efecto ampliamente estudiado de las
crecientes desigualdades sociales que en el individuo, en una cultura
consumista, importan más que los ingresos absolutos.
2) Los
efectos de la creciente soledad del individuo, facilitada y generada por
la adicción infantil y adolescente a ciertas tecnologías como los
“teléfonos inteligentes”. La amistad y la muerte han sido banalizadas
por los juegos interactivos y por las redes sociales. El otro ha sido
deshumanizado, se lo puede bloquear, silenciar, desaparecer con un solo
clic. En este sentido, el mouse es un arma implacable. Así, igual, es la
fragilidad de una amistad virtual, con pocas excepciones.
3)
Los efectos de las redes sociales que (esta ha sido una especulación
personal, sin datos científicos) han amplificado las frustraciones y el
odio de eso que a veces es un individuo y a veces ni siquiera lo es, o
es un individuo con múltiples identidades, es decir, neurótico. De
hecho, este mismo artículo será compartido y no en pocas ocasiones
recibiré la clásica lista de insultos y acusaciones que antes no ocurría
por el simple hecho de que los lectores estaban obligados a digerir lo
leído, sin la ansiedad de la respuesta inmediata, y solían discutirlo
cara a cara con algún conocido, lo cual aumentaba el sentido de respeto y
responsabilidad; no de forma anónima, como si fuesen múltiples vómitos y
compulsiones. Nada de esto puede ser neutral a la hora de explicar la
violencia, sea la criminalidad callejera o las conductas políticas de
los votantes que cada día adoptan más y más una conducta tribal, en el
sentido negativo de la palabra, como lo son la xenofobia, el racismo y
el sexismo.
4) También existen las razones históricas (como
pasadas guerras civiles, dictaduras recientes) y sus efectos culturales
(impunidad, deshumanización).
5) O el más comprensible factor
económico. Para eso bastaría con considerar países como Venezuela (desde
las profundas crisis de los 80s y 90s hasta la fecha, aunque con
diferente color ideológico), Honduras, Guatemala y El Salvador (con
estados fallidos desde principios del siglo pasado, con una ausencia
crónica de los servicios sociales más elementales, pero con ejércitos
omnipresentes, siempre listos para reprimir en nombre de los intereses
de las clases exportadoras y de las compañías transnacionales, hoy
“inversores”), países con guarismos de violencia muy alejados de la
realidad del Cono Sur.
Ahora, volviendo al factor concreto de
la Generación 2001, la realidad muestra que, sin llegar a “niveles
latinoamericanos” de desigualdad y violencia, la bomba de tiempo ha
explotado en los dos países del extremo Sur. Uno, el Uruguay, con una
prosperidad económica (a muchos les disgusta esta palabra cuando se
habla de un país que en el exterior se convirtió en símbolo de una
alternativa de perfil bajo), un país que lleva quince años sin recesión y
con una notable disminución de la pobreza. El otro, Argentina, con una
nueva crisis fabricada cuidadosamente en dos años por las mismas
políticas que produjeron la gran crisis del 2001.
Cuando
menciono que, pese a este serio problema los niveles de violencia y
desigualdad en Uruguay están muy lejos de casi cualquier otro país
latinoamericano, me responden, con obviedad: “Nosotros no debemos
compararnos con ningún otro país. Debemos compararnos con nosotros
mismos, con el Uruguay que fue”. Precisamente, “el Uruguay que fue” no
puede ser, porque el pasado es un país extranjero. Comparar los Estados
Unidos de hoy y los de Lincoln o los de F. D. Roosevelt es comparar un
país donde los únicos con derechos de ciudadanía eran los blancos y los
demás esclavos desechables. Si alguna comparación es válida, es aquella
que nos pone en el contexto real, el contexto presente en la región y en
el mundo. En el pasado están nuestros orígenes, pero nosotros no
estamos allí, ni podemos ser lo que fuimos, ni como individuos ni como
sociedad.
El actual gobierno, sea el uruguayo o el argentino,
tienen la principal responsabilidad en la búsqueda de soluciones a un
problema específico (el de la G2001) que ya no depende de ninguna
prosperidad económica. Pero no se debe olvidar que el origen del
problema nació junto con sus actuales protagonistas, en su mayoría
adolescentes y jóvenes, muy jóvenes aun, como el siglo.
Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
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