Quedar
atrapado por la persistente defensa de lo conquistado es un riesgo
político. En el momento en el que las alusiones al pasado le ganan al
futuro, entonces, se puede afirmar que un proceso de cambio atraviesa
una fase de agotamiento relativo. Las revoluciones del siglo XXI en
América Latina indudablemente han ayudado a cambiar las condiciones
sociales, económicas y políticas de la población. Y sin embargo, aún en
muchas ocasiones, siguen actuando como si el mundo no hubiera cambiado.
La concientización política no transita únicamente por la explicación de
lo logrado tiempo atrás. Lo ganado se normaliza y naturaliza con
celeridad. Sobre esta base, se construye un nuevo campo de esperanzas.
Cada proyecto político se debe oxigenar mirando hacia adelante. Su
reproducción depende de cómo se recicle el relato, los símbolos, los
significantes-maestros, siempre bajo el trazo de un horizonte
estratégico.
Esta
advertencia no significa que se deba romper con el pasado. Pensar el
futuro no es incompatible con valorar aquello que se ha logrado, con el
rescate de las raíces. La memoria de lo conquistado ha de servir como
piedra angular para construir lo que se viene. Pero no sirve de nada
quedar apresado por el pretérito sin atender a la emergente nueva
estructura de clases, y a sus nuevos marcos culturales. Las
subjetividades actuales difieren de aquellas fraguadas en pleno
padecimiento del tsunami neoliberal. Es esta una nueva etapa en el
actual cambio de época latinoamericano. La fase inicial disruptiva está
dando el relevo a otra caracterizada más por el repliegue y el reflujo.
No es un ciclo despolitizado. Es un nuevo periodo en el que la política
se transforma.
Son muchos
los factores que cambiaron y deben ser considerados. Entre ellos, un
asunto no baladí es la desaparición de líderes imprescindibles (Hugo
Chávez, Néstor Kirchner). Aparecieron nuevos candidatos al interior de
los procesos con la complicada labor de suceder a quienes fueron sus
referentes históricos. Se terminó el tiempo en el que prevalecía la
admiración por lo original, por lo insólito. La misma política que fuera
novedosa a inicios de siglo XXI ya no lo es; comienza a pasar de moda.
Precisamente por ello el desafío está en reacomodarse al nuevo tiempo
político-cultural, a los nuevos modos de comunicación, a las redes
sociales, al lenguaje y estética de los jóvenes. Hay que buscar cómo
actualizar la formación discursiva propia para que continúe instituyendo
un campo de aceptabilidad. Se precisa de una pedagogía más acorde a la
nueva sociedad; con otras formas de identificar al enemigo histórico.
Goliath ya no es visto como tal. David ha crecido y hay que asumirlo.
En
lo económico, el viento de cola también ha cambiado de sentido; ahora
constituye un verdadero freno que asfixia externamente. No estamos
frente al mismo escenario de hace una década. La economía mundial está
inmersa en su propia encrucijada sin dar señales de recuperación. Los
precios de las materias primas siguen en caída libre. Se abre una etapa
montañosa que no se parece en nada a tiempos remotos. En esta ocasión,
la responsabilidad para buscar soluciones no recae (afortunadamente) en
el FMI ni en ningún otro poder económico ajeno. Esta vez, son los
gobiernos progresistas los encargados de decidir qué hacer frente a
tales adversidades. No basta con rechazar la senda neoliberal. Se exige
la reconstrucción de un camino propio, propositivo, proactivo, que
obtenga victorias tempranas para asentar expectativas positivas. La
ausencia relativa de una hoja de ruta propia puede jugar una mala
pasada. La respuesta ante la demanda de soluciones futuras no puede ni
debe estar secuestrada por alusiones constantes al pasado. El regreso ha
de ser al futuro.
Toca
responder a múltiples desafíos que se vienen de aquí en adelante. Del
asalto, hay que pasar a la transformación del Estado. Se acabó con el Estado Aparente pero hay que definir cómo se construye el Estado Integral.
Hay que elegir si se replica el Estado de Bienestar o si se opta por
una construcción propia que sea innegociable con el capital. Hay que
incorporar la eficiencia como criterio indispensable en la gestión
pública. También urge caracterizar la sociedad con mercado (y no de
mercado) a la que se apunta; redefiniendo qué tipo de relación se
quiere con el sector privado, en qué área, bajo qué condiciones de
propiedad, con qué reglas de reparto de la ganancia. En este mismo
sentido, cabe plantearse qué estrategia elegir para adherir al proyecto
colectivo a las diversas clases medias de origen popular que han
emergido al calor de una política pública decididamente inclusiva. El
proceso de individuación de esta nueva generación se presenta como un
obstáculo para esta desafiante tarea. Ignorarlo supondría desconocer al
nuevo sujeto político presente en esta coyuntura.
Seguramente,
las últimas derrotas en Argentina (presidencial), Venezuela
(legislativa) y Bolivia (referendo para la re-postulación de la fórmula
presidencial) se explican en parte por esta excesiva presencia del
pasado en el debate sobre el futuro. No es la única razón, pero sí es
una cuestión fundamental en este ciclo corto de elecciones perdidas. Es
inapropiado hablar por el momento de fin de ciclo. Se avecina un estadio
desconocido en clave política. No sabemos qué va a pasar a futuro. La
controversia está servida. La derecha ha decidido enterrar su funesto
pasado con promesas para el mañana. Los gobiernos progresistas aún
tienen dificultad para modificar el tiempo verbal de su propuesta. Por
ahora, esto le ha concedido una ligera ventaja electoral a la derecha
latinoamericana que viene con la lección aprendida tras muchos años de
fracasos. Estamos en plena guerra de expectativas. Y ésta no se gana
mirando por el retrovisor.
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Alfredo Serrano Mancilla, doctor en economía, es Director del Centro
Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG). @alfreserramanci
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