Carolina Escobar Sarti
La trabajadora social se acerca al padre de la niña de 9 años y, ante la falta de evidencia explícita de violación que pide la ley en ese momento, trata de convencerlo ingenuamente para que deje de ultrajarla reiteradamente.
Él le contesta simplemente: “No, porque ella es mía”. Niña privatizada por el patrón. Sin duda, la concepción y la vivencia de la sexualidad están muchas veces deformadas, en buena parte, porque se fundan en esta cultura patriarcal fortalecida desde aquella figura de la “patria potestad” del derecho romano, que permitía al pater familia ser amo y señor de todas las “cosas” que tenía bajo su tutela.
Una cultura patriarcal que, en la Guatemala feudal-colonial, se expresó en el “derecho de pernada” que tenían los dueños y capataces de las fincas sobre las hijas vírgenes de los campesinos, y se expresa aún hoy en la violación temprana de niñas que apenas comienzan a menstruar, generalmente de parte de los hombres de la familia, sean estos el abuelo, padre, padrastro, hermano, primo o tío. Cultura que se nutre de los dogmas religiosos y se decanta en conceptos que afirman la autoridad del padre de familia sobre su descendencia y la imposibilidad histórica de las mujeres de decidir sobre sus cuerpos. Cultura que considera “natural” que haya mujeres decentes que sean las madres de los hijos de la patria y no sientan placer, porque para eso están “las otras”.
Esta es la cultura que genera una alta tolerancia hacia fenómenos como la trata, la esclavitud y la explotación de personas, porque “el cliente siempre tiene la razón” y ese cliente es un hombre que tiene un permiso social histórico para abusar de niños, niñas, mujeres y otras personas de grupos altamente vulnerables.
Sin embargo, algunas veces, quienes enganchan a esas personas vulnerables, las que las prostituyen o toleran este orden también son mujeres, porque la cultura patriarcal nos ha cruzado a todos y todas durante 25 siglos y, si no despertamos conciencia alrededor de ello, la replicamos con demasiada facilidad porque está asociada a una lógica de sobrevivencia mercantilista en países tan pobres como Guatemala.
Pero hay que preguntarle a la niña qué siente cuando está tratando de conciliar el sueño o ya está dormida, y ve una sombra masculina a su lado en la oscuridad.
Preguntémosle si tiene miedo y si eso se quita alguna vez. Preguntémosle por qué está tan triste después de que ese señor decidió meterse en su cama la primera vez. Preguntémosle si le preguntaron algo antes de violentar su cuerpo. Preguntémosle si le gustó y le gusta. Preguntémosle si sabe que la valoración y uso arbitrario de su cuerpo es la plataforma que luego le facilitará creer que ese cuerpo es el único medio por el cual puede conseguir cualquier cosa.
Hay que cuidarse de la palabrita “natural”, porque normaliza formas de opresión y esclavitud aceptadas tácitamente por las sociedades, las permite y las tolera.
No es natural que un ser humano sea dueño de otro y que este otro le pertenezca. No es natural que niñas o niños entren a su vida sexual y reproductiva a la fuerza, de la mano de hombres abusadores. No es natural que no protejamos a las personas más vulnerables, porque el espejo más fidedigno donde una sociedad puede reflejarse es la situación que vive la gran mayoría de su niñez, adolescencia y juventud.
No es natural que una mujer sea violada, y menos natural es que no pueda decidir sobre su cuerpo. No es natural el silencio cómplice de los funcionarios de justicia, de las familias y de la sociedad. No es natural que haya madres adolescentes que a los 12 años estén cuidando a otras personas sin haber sido jamás cuidadas. No es natural esta cultura de muerte que tiene a tantas personas prisioneras desde su nacimiento.
El ruiseñor se niega a anidar en la jaula, para que la esclavitud no sea el destino de su cría, dijo Khalil Gibrán alguna vez, así que podemos preguntarnos si queremos volar y cantar o seguir apostándole a vivir en esta jaula donde los cautiverios se toleran, se normalizan y son “naturales”.
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